El siglo pasado, breve pero intenso, empezó en realidad con la primera guerra y terminó con la caída de la URSS, columna del orden bipolar junto con Estados Unidos. El mundo no se pacificó como algunos creían. Sobrevino una perplejidad en la estructura misma del poder planetario. El imperio comunista cayó sin apenas un muerto, corroído por sus propias contradicciones. En cambio al nazismo hubo que liquidarlo.
La nueva tendencia planetaria fue la repartición del poder entre agrupaciones de países. USA buscó consolidarse en América con sus vecinos, y con tratados comerciales con el sur. Europa buscó unificarse como respuesta a esa misma tendencia general.
China, a partir de 1999, se apartó del dogma comunista aceptando en su Constitución la propiedad privada sobre los medios de producción. Los países árabes consolidaron acuerdos petroleros. Y los países africanos con estados nación nacientes buscaron acuerdos entre sí. Como la primera guerra había acabado con el imperio turco y el califato Otomano, verdadera amalgama del medio oriente, y creado en Palestina al estado de Israel, ese convulsionado sector del mundo perdió un soporte unificador en el nuevo orden, y es hoy causa de conflictos, tal como lo fue durante el fin del imperio Romano.
La Iglesia Católica citó un Concilio cuya médula es que su misión no es juzgar sino salvar. Y busca acercamientos con los demás cristianos cuyas iglesias en su mayoría han hecho lo propio, ante una ola de neo paganismo consumista.
Paralelo a esa tendencia, la catástrofe del cambio climático global exige una actitud que no puede solucionarse al capricho de los 200 estados nación. Es decir las agrupaciones de países tras el colapso del mundo bipolar, ya no le bastan al orbe, máxime cuando Gran Bretaña y USA han abandonado la tendencia de crear confederaciones de estados que sustituyeran la bipolaridad.
Mientras Suramérica continúa con o sin USA, acercamientos políticos y económicos con sus vecinos. A esto se suma la red mundial por encima del cualquier nacionalismo.
El organismo político que podría encarnar esa nueva voluntad unificadora de la especie ante un peligro climático universal, la ONU, está atada al concepto arcaico de la autonomía de cada estado nación, lo cual le impide acciones decisivas. Pero no es su culpa que a duras penas se le pueda juzgar por lo que hace sino por lo que evita. La concepción misma de un cuerpo decisivo de alcance general en las decisiones, parece ser la mejor respuesta ante la nueva perplejidad mundial.