La batalla por la educación es tan vieja como la misma política. De hecho, Colombia vivió una “guerra de las escuelas”, cuando entre 1876 y 1877 los conservadores lideraron una rebelión contra el gobierno liberal de entonces, aduciendo, entre otras razones, la implementación de una educación “obligatoria, laica y gratuita”, además de estatal, claro. Especial inquietud generó eso de que fuese “obligatoria” una educación “laica” para un país poblado mayoritariamente de familias católicas, que claramente no querían confiar sus hijos a una educación “impía”. Antes y después de dicho episodio, en Colombia no se ha dejado de insistir en un adecuado sistema educativo que sea compatible tanto con la libertad de sus ciudadanos como con las necesidades de los mismos, algo que no es fácil de lograr cuando se les confía dicha responsabilidad al Estado.
Paradójicamente, la imperiosa necesidad de la educación, que nadie niega, ha venido traduciéndose desde el siglo XIX en un reclamo por una cada vez mayor intervención del Estado en la educación y no en su disminución. Y en buena medida ello se debe a lo que en su momento identifico Tomas Eastman (1865-1931), empresario y político caldense, por la importancia de la educación para la política. Al respecto, Eastman sostenía que, dado que nuestros partidos políticos son más escuelas que partidos, siempre que se hacen al poder suficiente buscan no formar ciudadanos, sino militantes. Eso vale tanto para los liberales y conservadores a los que se refería Eastman entonces, como para los partidos de hoy día. Mientras el saber leer y escribir fue un requisito para votar, era obvio el interés de expandir la educación para aumentar la base de votantes. Pero, además, el poder formar a la niñez y la juventud en valores e ideas distintos e incluso contrarios a los de sus familias permite movilizar grandes grupos de población en favor de diversas causas políticas.
No otra cosa es lo que vemos con la propuesta de reforma a la educación del gobierno actual, que es la de facilitar una cobertura masiva a costa de su calidad, por medio de (otra vez) dar una educación “obligatoria, laica y gratuita”. Y se podría pensar que esto no motivaría nuevamente guerras civiles sino es por las ostentosas y recientes manifestaciones de violencia que se han dado en varias universidades públicas del país, como en la Nacional, que parecieran no solo no querer ser impedidas por el gobierno actual sino incluso fomentarlas. Algo apenas lógico si ello le sirve al gobierno para auspiciar cabildos abiertos en pro de su afamada constituyente.
Ahora bien, la situación de la educación varia sustancialmente si consideramos la atención a la primera infancia, la educación básica y media, o la superior, pero todas tienen en común una paulatina estandarización de la malla curricular y una tendencia a la escolaridad forzosa, por lo que es indiferente al hablar de si financieramente los jardines, colegios o universidades son públicos o privadas, cuando finalmente el Estado les dice a todas que enseñar y por qué hacerlo. De hecho, la inversión de tiempo que los estudiantes hacen en la educación, generalmente unos quince o más años de su etapa más productiva, hace que se expongan peligrosamente a la politización que inevitablemente se genera en la educación al ser el Estado un actor tan protagónico en la misma. Al ofrecer conocimientos insuficientes y desautorizar a las familias de los estudiantes, la peor de las consecuencias de la educación estatal es la que ya advirtió Eastman en su momento: que las “escuelas no son sino fábricas de aspirantes a los destinos públicos”.