Ser violento no debería tener réditos: quien comete crímenes debería ir a la cárcel y la fuerza del criminal jamás debería permitirle imponerse sobre la sociedad y menos aún triunfar políticamente. Ese es el sentido de lo que las normas y la moral establecen como justo. En eso trabajan los Estados de Derecho de todo el mundo; tratar de que estas premisas básicas se mantengan. No es un capricho. Se trata del intento de que la sociedad -con una mezcla de costumbre y fuerza- asuma, interiorice, respete y cumpla la ley.
Hacer cumplir la ley no es trivial. Hay una triada constituida por la costumbre -que dota de coherencia e igualdad al sistema-, reforzada con la fuerza del Estado -que sanciona a quien lo cumple la ley- y debería existir una serie de incentivos positivos donde a quien se comporta bien, le va bien.
Según esta visión, lo que está pasando con el ELN y la proliferación de la delincuencia común en el país son una consecuencia del mal llamado proceso de paz. Las concesiones exorbitantes a los miembros de las Farc -aún a criminales de lesa humanidad- los beneficios a quienes han quebrantado la ley, que sobrepasan los que recibe un ciudadano de bien, la amenaza sobre los ciudadanos y los miembros de las Fuerzas Armadas con una justicia politizada y perseguidora, mientras se amnistía a la narcoguerrilla de las Farc, generan una percepción de que las normas son débiles. Si el criminal es suficientemente fuerte aquellas se doblan. El Estado colombiano es débil a la hora de aplicar la ley. La inaplicación de la ley no sólo a nuestra precaria estructura institucional, sino a que la institucionalidad tampoco tiene la voluntad de que las leyes se cumplan.
Por otra parte ya es casi costumbre para los grupos armados -que se atribuyen causas políticas- que sin importar su violencia, los excesos y la ilegalidad de su financiación, todo está perdonado. El ELN actúa bajo esa lógica. Incluso se atreve a escalar la violencia sobre la base de que aquello le da mejores credenciales para la negociación. Bombas, planes pistola para el asesinato de policías, secuestros extorsivos, voladura de oleoductos son parte del repertorio de quienes -con razón- esperan que esos crímenes les otorguen ventajas y son la certeza absoluta de que jamás serán sancionados por ellos.
La pregunta, por supuesto, es que pasará con todas las bandas criminales emergentes. El Gobierno habla con suficiencia sobre los policías en las ciudades y la reconfiguración de la seguridad ciudadana. Quiero repetirlo: la obediencia de la ley no depende sólo de la fuerza para hacerla cumplir, requiere sobretodo la interiorización espiritual de la norma, que sólo es posible cuando es una costumbre reiterada en el tiempo.
¿Y si ahora las bandas criminales alegan un propósito político, qué haremos? ¿Por qué ciertos propósitos políticos son más aceptables que otros? ¿Por qué los negociadores consideran que después de las guerrillas de izquierda no habrá otra causa política que a los ojos de sus fanáticos, no justifique también la violencia?
Nos siguen embarcando por un sendero donde los valores sociales terminan destruidos. Los mensajes para la sociedad son equivocados. El rumbo elegido solo trae más y nuevas violencias.