Mientras el Gobierno persiste en rescatar el acuerdo de paz del rechazo ciudadano expresado en el plebiscito y ratificado por la apatía que rodeó las primeras actividades de su implementación, la atención ciudadana se dirige hacia las propuestas de quienes aspiran a la primera magistratura de la Nación. Razón les asiste por la crítica situación por la que atraviesan el país y sus instituciones.
Diariamente un nuevo escándalo nos recuerda los males que nos afectan. Los valores que sustentan el orden social se han eclipsado por obra de la aclimatación de una permisividad que desarticula la cohesión social y debilita la convivencia ciudadana. La limitación de conductas originadas en el capricho o en el vicio personal es vista como un obstáculo al libre desarrollo de la personalidad; el ejercicio legítimo de la autoridad es señalado de extralimitación de poder; y la prevención de conductas inapropiadas o lesivas de la honra e integridad de los ciudadanos es considerada como violación de derechos fundamentales.
Al amparo de ello crece la insolidaridad social y la estigmatización de creencias y opiniones ajenas, generando intolerancia que es la antesala de la violencia. Se entroniza así un relajamiento de la aplicación de la ley y una deconstrucción de los elementos constitutivos del orden social que terminan socavando los cimientos de la institucionalidad. La justicia pierde su majestad, el Congreso su independencia, el poder electoral su escasa credibilidad, y clientelismo y corrupción irrigan todas las actividades del Estado.
Cada escándalo fortalece la percepción de que el régimen colapsa sin que se avizore capacidad en el Estado para revertir su decaimiento. Se instaura un escenario en el que la insólita incorporación del acuerdo de paz a la Constitución Política y la extravagante prohibición de modificación de cualquiera de sus cláusulas, no lograrán detener la agonía. Izar la bandera de la intangibilidad del acuerdo de paz adquiere una connotación de continuismo y anuncia una inatajable debacle. Así lo presagian la ruptura de la Unidad Nacional, la disolución de partidos que la conforman y la apresurada trashumancia de sus dirigentes hacia puertos más seguros Las coaliciones que empiezan a fraguarse responderán a las opciones de continuismo con un gobierno de transición con destino incierto, o de renovación hacia el nuevo régimen que reclama la nación.
Ese es el sentimiento que prevalece entre los colombianos para alcanzar exigentes estándares de libertad, orden, democracia, tolerancia y convivencia que permitan erradicar los flagelos de corrupción, clientelismo violencia y estigmatización que golpearon la institucionalidad hoy desfalleciente. Y ello no se logrará mediante intimidaciones y amenazas, como acostumbran los heraldos de un mal acuerdo, sino con una Constituyente que encarne la voluntad del pueblo, en la que reposa la soberanía nacional.