En su alocución ante el Congreso, el presidente Santos prefirió los temas emocionales propios de la coyuntura y eludió los problemas que realmente afectan y preocupan a los colombianos. Lo hizo seguramente agobiado por la pobre aceptación ciudadana de su desempeño, sin entender que su llamado a la despolarización y al silencio de los egos no se logra con la reiterada estigmatización de los críticos de su gestión, y menos aún con la insistente promoción de un acuerdo deslegitimado como instrumento de paz y seguridad ciudadana.
En efecto, ignoró las realidades que conforman los mayores y actuales riesgos que amenazan el presente y el futuro del país.
No dijo nada sobre la incapacidad del Gobierno para copar los territorios abandonados por las Farc y hoy dominados por otras agrupaciones delincuenciales, ni tuvo respuesta a los desafíos que encarnan los impunes secuestros de agentes de la fuerza pública con los que los cultivadores de la hoja de coca imponen su ley. Menos aún se refirió a la crisis de ética pública que sacude a la institucionalidad, corroe los fundamentos mismos de su legitimidad y que viene generando una atmósfera de colapso institucional que se propaga por todos los sectores de la vida nacional.
Muchos esperábamos menciones y soluciones sobre la alarmante situación económica que hoy enfrentan diversos sectores y cuyos pronósticos se ven ensombrecidos por el descomunal aumento del gasto del gobierno que no tardará en dificultar la atención oportuna de la deuda pública. La inversión decrece, la productividad se reduce, el consumo se aminora, al tiempo que el estado de las deudas desbordan la capacidad de pago de ciudadanos y empresas.
En el frente externo las preocupaciones se acumulan sin merecer explicaciones distintas a las tímidas advocaciones por una negociación entre el déspota Maduro y la oposición reprimida y encarcelada. Silencio se ha hecho sobre la vulnerable situación que enfrentamos con Nicaragua, que amenaza la soberanía nacional y en la que los representantes del Estado acumulan derrota tras derrota.
Por otra parte, rehén de las concesiones dispensadas a las Farc, el gobernante desecha las advertencias de la Corte Penal Internacional sobre la responsabilidad de los autores de delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra, cuyas penas deben ser proporcionales a la naturaleza de los delitos perpetrados, desatiende la incongruencia que implica la elegibilidad política de éstos antes del cumplimiento de sus condenas y desestima los efectos de convertir el narcotráfico en delito conexo al delito político y abstenerse de extraditar a sus responsables.
Los colombianos no podemos asumir el desmesurado costo de un mal acuerdo y solo conservamos la esperanza que Congreso y Corte Constitucional así lo entiendan.