En el siglo 20 los procedimientos para derrocar regímenes democráticos consistían en golpes de estado militares o en el levantamiento de fuerzas insurgentes. Los unos se sentían los guardianes de un orden que no toleraba discrepancias, los otros se proclamaban artífices de una utopía destinada a la redención de las sociedades mediante la imposición de una sociedad uniforme. Unos y otros conculcaron las libertades, violaron los derechos fundamentales y sometieron a sus pueblos a regímenes de terror. Ambos pretendieron violentamente imponer su orden y conservar indefinidamente el poder. Juntos fracasaron en la consecución de sus objetivos y provocaron la legítima reacción ciudadana contra sus atrocidades.
En nuestro hemisferio, los estados miembros de la OEA aprobaron la Carta Democrática para contar con instrumento válido y eficaz de protección a la democracia en América. Su aplicación, sin embargo, ha confrontado dificultades por razón del surgimiento de nuevas formas de totalitarismo, amparadas en procesos electorales de apariencia legítima y en la obsecuencia de aparatos de justicia dispensada a la voluntad de gobernantes de ejercer el poder sin límites ni controles.
Las observaciones electorales de la OEA hoy son testigos mudos de la perpetuación en el poder de caudillos sin escrúpulos, que se ven además legitimados por Cortes de bolsillo que transgreden las Constituciones de las que son guardianas.
Magistrados y jueces se convirtieron en vasallos obedientes en la tarea de manipular y malinterpretar las normas constitucionales cuya integridad se les encomendó. Los ejemplos se multiplican y afectan por igual a países, sin consideración a sus tradiciones y fortalezas democráticas. En Nicaragua, el ejercicio del poder es asunto doméstico de Daniel Ortega y su esposa Rosario; en Ecuador la Corte Constitucional se hipoteca al gobernante de turno; en Venezuela es apéndice de la voluntad del sátrapa que la gobierna; en Honduras la Corte viola la Constitución para autorizar la prohibida reelección del presidente en ejercicio; en Bolivia hace lo mismo, desconociendo aún la voluntad del pueblo expresada en referendo, seguramente ilustrada por lo ocurrido en Colombia con el plebiscito.
La politización del aparato judicial conduce inevitablemente a su sumisión al poder ejecutivo. El Derecho al servicio del gobernante implica que sus fallos sean expresión de la voluntad del ejecutivo. Las sentencias de la Corte Constitucional sobre el plebiscito y su refrendación, sobre la intangibilidad del acuerdo de paz, sobre la prohibición de lo que ya estaba prohibido, entre otras, y del Consejo de Estado sobre Petro y Ordóñez, son claras señales del tránsito de la justicia a la obsecuencia política. Le corresponde a los actuales magistrados de la Corte Constitucional la inmensa responsabilidad de corregir el rumbo que parece conducirnos al fin del Estado de Derecho.