El progresismo en el poder se hunde en la práctica generalizada de la corrupción y termina indefectiblemente en la más cruenta y sangrienta represión de todos los estamentos de la sociedad. El ejemplo de la Cuba castrista es un modelo que aún hoy se replica en el continente, como se observa en Venezuela y Nicaragua. En ambos países se han consolidado regímenes dictatoriales que silencian las libertades, conculcan los más elementales derechos de la sociedad civil y reprimen sus protestas y movilizaciones con detenciones arbitrarias, criminalización de los opositores y hasta con asesinatos y desapariciones de los contradictores.
En Venezuela, Maduro y sus secuaces lograron convertir el poder en un ejercicio continuo de delincuencia que viene extinguiendo las voces opositoras y expulsando una población indefensa frente a la manifestación de la barbarie criminal. No queda rastro del Estado de Derecho y de las libertades que lo legitiman y solo pervive una mafia depredadora que condena a sus ciudadanos al hambre y al silencio para salvaguardar sus vidas. El régimen se afianza sobre el terror y constituye la más clara amenaza para la paz hemisférica.
El régimen de Ortega en Nicaragua recorre el mismo sendero transitado por Chaves y sus herederos. La dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo se ha desprovisto de toda apariencia de legalidad y viene sacrificando a la juventud nicaragüense en un holocausto que se traduce en la aniquilación de todos los derechos humanos. Su decisión de expulsar el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), horas antes de que presentara su informe sobre la investigación acerca de los asesinatos ocurridos en medio de la represión, junto con los miembros del Mecanismo Especial de Seguimiento para Nicaragua (Meseni) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), abre la puerta para dar libre curso a la barbarie y al sacrifico del amable y sufrido pueblo nicaragüense.
El mal ejemplo cunde y amenaza al pueblo boliviano con las pretensiones de Evo Morales de eternizarse en el poder. Es hora para que las democracias latinoamericanas y caribeñas apliquen los instrumentos de la Carta Democrática de la OEA que permita el retorno de la democracia en esos países, y con ello la consolidación de la paz en el hemisferio. Colombia debe procurar con urgencia la acción de la OEA para la defensa y protección de los pueblos privados de sus más elementales derechos, sin importarle al gobierno el silencio sepulcral con el que la izquierda colombiana pretende ocultar la hecatombe humanitaria que padecen venezolanos y nicaragüenses. Tenemos un deber humanitario que cumplir y una responsabilidad política que satisfacer y que no debe eludirse por solidaridades ideológicas o posponerse por razón de intereses subalternos.