Del informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) puede afirmarse que, con sus observaciones y recomendaciones, atizó la polarización que supuestamente le preocupaba. Para justificar sus insólitas conclusiones, acudió a fuentes innominadas, siempre provenientes de organizaciones que incitaron, organizaron, colaboraron y participaron en la orgía de destrucción que el país tuvo que soportar en los últimos dos meses. Construyó así un escenario sobre hechos y conductas no verificadas, ni contrastadas, que tuvo como verdades para legitimar el vandalismo que empañó y desnaturalizó la protesta social que se presumía pacífica. No se percató de las 564 noticias criminales que dan cuenta de la destrucción de mobiliario público y privado, de un sinnúmero de establecimientos comerciales, de oficinas bancarias, y sus cajeros automáticos, de monumentos, peajes y estaciones de combustible y de sus altos costos que, sumados a los derivados de los bloqueos de vías, alcanzan más de 14 billones de pesos.
Desestimó el relato de las víctimas, ciudadanos, policías, y representantes del sector productivo y de la salud y de los pacientes del covid que murieron por la escasez de oxígeno y medicamentos que no llegaron a su destino. Y lo hizo en el lenguaje propio de la jerga progresista, en el que todo pretendido fenómeno social y toda conducta se revisten de naturaleza estructural y sistemática para satanizar las realidades contrarias a los mandatos de su credo ideológico.
A los violentos los califica de grupos ajenos a las protestas, pero a la policía, que cumplía con su deber, le atribuye siempre el uso excesivo de la fuerza. Omite referirse a los deberes de los manifestantes, atribuye a los bloqueos expresiones pacíficas y culturales y caracteriza las manifestaciones como reivindicaciones estructurales e históricas de la sociedad colombiana, consistentes en discriminación étnico-racial y de género. Presume que nuestra institucionalidad es violenta, y se excede en sus funciones, lo que le permite interpretar las normas a su acomodo.
Incurre en activismo que la autorice para asumir posiciones políticas e ideológicas. Olvida que los derechos amparados, de expresión, reunión y movilidad que se expresan en la protesta, pueden suspenderse, limitarse o regularse cuando la violencia afecte el orden público, la seguridad ciudadana y la salud pública, mediante el uso legítimo de la fuerza, si fuere necesario, para garantizar los derechos de terceros y evitar el abuso del derecho. Al Estado le corresponde decidir cuándo y en dónde se puede ejercer la protesta y rodear a los ciudadanos de todas las garantías para que sea pacífica. Constituye un deber ineludible del Estado.
Creer que sus recomendaciones obligan la llevó a entrometerse en el diseño institucional del Estado, en lo atinente a la Policía Nacional, a pronunciarse sobre el acuerdo de paz y a disponer un mecanismo de seguimiento para Colombia. Pretensión que equivale a un prevaricato en estrados judiciales y revela, no solamente sus fuentes de insumos, sino también su prepotencia y objetivos políticos que le pueden significar su pronta sepultura. Ese tema será objeto del próximo artículo.