El martes pasado en dos ocasiones escuché a Iván Duque decir que quería ser el Presidente de la justicia social. Lo dijo con la convicción de quien ha recorrido las ciudades, los pueblos, la Colombia profunda y ha comprobado la desmesura de nuestros desequilibrios. Es un reto que se ha impuesto a sí mismo un joven Presidente decidido a que su gobierno sea capaz de reducir la desigualdades estructurales de la sociedad colombiana, sea capaz de limpiar la política de las prácticas corruptas y capaz de consolidar, a partir de los acuerdos de La Habana, la paz nacional que lleve consigo verdad, reparación a las víctimas, justicia proporcional y compromiso de no repetición. Una paz que elimine los inmensos desencuentros entre la sociedad civil y el gobierno Santos.
El concepto de justicia social es hoy un mandato de políticas pragmáticas. Concretar lo social ha sido uno de los temas recurrentes de esta columna. En el siglo XXI se hace necesario que el mundo abstracto de las ideologías le abra camino a programas y proyectos específicos que saquen de la angustia cotidiana a los marginados, a los pobres. La justicia social tiene que convertirse en alimento, en salud, en educación, en vivienda, en ingreso, en sueldo mensual para nuestros compatriotas. Eso es lo que justifica la política. Y Duque ha entendido que a esa búsqueda lo impulsa la magnitud de su victoria.
Tanto como las dictaduras, los movimientos populistas han sido pasajeros en nuestro país. Se debe, en parte, a que a las denuncias ciertas le suman propósitos perversos y desde el poder amenazan la libertad y la vida, como ahora mismo sucede en Venezuela y Nicaragua. Los populistas desde Pisistrato hasta Chávez recurren a todas las formas de lucha para imponer su voluntad que confunden con la voluntad del pueblo. “Piensan por el pueblo pero no dejan pensar al pueblo”, acaba de decir el papa Francisco. Y cuando las urnas los derrotan abrumadoramente, como ocurrió en Colombia el 17 de junio, actúan con tanta inconsecuencia que pretenden dictarle sus comportamientos al vencedor. Cultivan una amargada polarización. No proponen, chocan. Es la estéril y ruinosa lucha de clases. Se defienden de sus propios odios atribuyéndolos a sus contendores. En consecuencia, son una amenaza para la débil democracia colombiana que tendrá que superar sus contradicciones y pecados para mantenerse en la historia.
No pueden seguir muriéndose de desnutrición los niños de La Guajira ni pueden seguir libres los ladrones responsables de ese drama. No más presupuesto oficial con cupos indicativos, ni obras en el papel, ni plata para el bolsillo de los congresistas. No más contratos para los corruptos. No más carteles de la toga, ni procesos eternos, ni clientelismo izquierdista en la Rama Judicial. No más cultivos de coca, ni sacristías para los narcotraficantes. No más publicidad oficial para los favoritos, ni salarios, ni pensiones de hambre para los trabajadores colombianos.
Ese es el tamaño de los desafíos para una nueva generación estudiosa, comprometida y resuelta que llega con Iván Duque a dirigir el Estado colombiano. La serenidad del Presidente electo, su tranquila franqueza, sus propuestas ajenas al verbalismo, su sentido de destino y su conocimiento de nuestra geografía de injusticias alimentan, a su vez, el tamaño de nuestras esperanzas.