En el umbral de los procesos electorales del año entrante, los numerosos candidatos que se asoman a la contienda no deben eludir la creciente preocupación ciudadana por el brote de delitos perpetrados con violencia que sacude a las capitales y a muchas poblaciones colombianas.
Los índices de homicidios, lesiones personales, atracos a mano armada, hurto y robo que se han multiplicado, atemorizan a los ciudadanos, representan el mayor obstáculo a la ansiada recuperaciónn econúnica y constituyen la otra epidemia que amenaza también con confinarnos, si no se logran contener su propagación y sus consecuencias. Su conexidad con el crecimiento del poder del narcotráfico y con el oleaje de vandalismo que se quiso arropar bajo el manto de la protesta legítima, no permite tibia condescendencia, sino soluciones que respondan a la urgencia de proteger vida y bienes de los colombianos, como lo demanda la Constitución Política.
Sus orígenes influyen en las diferencias que se observan entre los sectores políticos nacionales respecto a la urgencia, medios y contenidos que auguren éxito en la superación de los problemas que confrontamos. El progresismo, tanto el populista de Petro, como el elitista de Gaviria, Fajardo y Galán, quisiera replicar la concepción en boga en los Estados Unidos y otros gobiernos progresistas, que pocos resultados muestran en la protección de lo cotidiano y mucha algarabía en la descalificación de la policía, la herramienta más idónea para esa tarea, como que los homicidios en el primer semestre del año aumentaron en un 21% en las 66 más grandes ciudades de los EEUU (Major Cities Chiefs Association).
La seguridad no se alcanza con llamamientos a desmantelar la Policía cuando el clamor ciudadano es por su presencia y cumplimiento de su misión. A la izquierda populista la trasnocha el recuerdo de sus actividades insurgentes, y a la elitista la tarea de una fuerza policial cada día más profesional en el mantenimiento de las garantías ciudadanas y más abierta al respeto de los DDHH y a la rendición de cuentas por sus actuaciones.
Esos fantasmas que acosan al progresismo se han visto personificados en los alcaldes de Bogotá, Cali y Medellínn que van de tumbo en tumbo, sin brújula certera, débiles ante el delito y los delincuentes, con quienes han pactado acuerdos y garantías, pero implacables con quienes arriesgan su vida para defender los derechos de los ciudadanos. No han logrado percatarse que mientras estigmatizan la acción policial, los ciudadanos ruegan por la presencia de la fuerza civil protectora. Por ello, les resulta sorprendente e incomprensible los reproches de quienes se sienten abandonados ante la acción criminal del hampa y desvalidos en la protección de sus vidas y bienes, que son quienes ellos tienen la obligación de proteger.
El ejercicio legítimo de la autoridad es indispensable a la protección de los derechos y al ejercicio de los deberes en una sociedad democrática. Es consecuencia del imperio de la ley que nos obliga a todos, ciudadanos y autoridades, pero que resulta ininteligible para quienes se consideran sujetos de inmunidad e impunidad.