La ponencia de la reforma a la salud debe verse como el primer eslabón del gobierno para retrotraernos al modelo de estatización que colapsó estruendosamente en el mundo en 1989, y que hoy la izquierda pretende resucitar sin importarle los estragos que esos mismos esfuerzos han provocado allí donde se han intentado.
Para lograrlo, la ministra de salud y su coequipero del interior no han ahorrado falacias y ardides, porque bien saben que el éxito de su labor desencadenaría irreversiblemente la aprobación de las reformas pensional, laboral, de justicia y electoral con las que culminarían la captura de la institucionalidad por la suprema voluntad del Estado que tendría en el presidente su único y seguramente vitalicio profeta.
Presentar el texto del proyecto como resultado de la incorporación en un 99% de las preocupaciones de los partidos, asociaciones de las EPS y de los usuarios, (solo el 20%) no pasa de ser artimaña engañosa que debe enardecer a quienes se tima sin enfado y consideración. La reforma no se ocupa de la sostenibilidad financiera del sistema, pero sí elimina el aseguramiento que hasta hoy ha permitido una cobertura superior al 90% y condenaría al afiliado a asumir un riesgo financiero imposible de atender.
Concentra en el Estado la formulación de la política, su regulación, las tarifas del sistema, la contratación, la prestación de los servicios, en el absurdo escenario en el que el mismo Estado se audita, se paga y se vigila a sí mismo, que por razones de sanidad mental no puede presentarse como una reforma concertada, técnica y conceptualmente apropiada. En vez de atender al mejoramiento del sistema de salud, que sin duda se requiere, solo se estaría abonando un terreno fértil para la inoperancia y la corrupción que ya hemos sufrido en el pasado.
Al Congreso y a los partidos les corresponde la enorme responsabilidad de preservar la salud y vida de los colombianos. Exigírsela a los miembros del Pacto Histórico puede constituirse en ingenua esperanza, pues todos son profetas de tiempos pasados; pero ineludible si es exigírsela a los partidos conservador, liberal y de la U que no pueden anteponer los apetitos personales de sus congresistas al bienestar de sus conciudadanos.
Legítimo temor le asiste a la ciudadanía sobre el comportamiento de los congresistas de esas colectividades que optaron por declararse partidos de gobierno, muy a pesar de que el presidente Petro jamás ocultó su agenda, sus programas y su credo ideológico a lo largo de la campaña electoral. Los reparos recientemente expresados por sus bancadas no alcanzan a disipar las incertidumbres que suscitan algunos de sus miembros y la soterrada actividad de los ministros Prada y Corcho, con habilidades y poderes de convicción distintos, pero no ineficaces, con los que ya rondan a cada uno de los atribulados congresistas.
El desenlace de este pulso determinará el inmediato futuro del país, de sus instituciones y de los escenarios de la contienda política. Más deseable resultaría que Petro se acomode a la democracia a que nos priven de derechos y libertades.