La Red en cada mensaje señala el milenio, el siglo, el año, el mes, la semana, el día, el nombre del día, la hora, el minuto y a veces el segundo. Pero ignora el lugar del remitente. El espacio no merece datos; el tiempo reclama diez. Interesa el cuándo, no interesa el dónde.
Resultaría repugnante ubicar en el espacio con esa misma prolijidad a una persona. Más aun esa misma precisión suscitaría sospechas de querer hacerle un atentado. Pero referido al tiempo se toma como algo natural. No lo es. Es agobiante. Y revela inseguridad en la precisión. (Y casi olvida que el punto de partida de nuestra cronología es un avatar, el nacimiento de un Dios.)
De forma paulatina, imperceptible, la humanidad fue desterrada de una tierra de origen. Perdió su patria. Y pretende fijar su raíz en la fugacidad del tiempo. Parece un espíritu desencarnado, un alma entre las almas del limbo como en la Comedia de Dante, en donde el único sufrimiento es la carencia de esperanza.
El estar atado a un reloj, o tener fija la mirada en un objeto plano, por ubicuo que este sea, habría sido signo de esclavitud en otra cultura. Esta fascinación trasladada a la economía ha producido una civilización que se está devorando el futuro.
Consideramos esto como normal porque nadie abarca el mar en que se ahoga.
La “respuesta” a esto ha sido desde la Ilustración un intento de olvidar el pasado, o de condenarlo para evitar mirarse en el espejo. Así ocurrió en el siglo de “las luces” cuando en Francia convirtieron la semana en diez días en aras del rasero métrico decimal. Cosa que benefició a los empleadores, y aumentó el sufrimiento del trabajador por la tardanza del día de descanso. Y debieron regresar al dominical usual del despreciado medioevo. Se preservó lo que se conocía desde los sumerios. El fracaso de la revolución francesa en cambiar la percepción del tiempo curiosamente coincide con la época del terror.
Así como el intento del cientifismo soviético también bajo el terror (y si esto es mera coincidencia es otro tema) al datar una época se evitaba minuciosamente mencionar a Cristo, cambiándolo por el “antes o el después de nuestra era”. Sin querer, exaltaban precisamente lo negado.
Ese prejuicio de “Ilustración” continua vigente. Y la historia sigue siendo una materia esotérica casi desconocida.
Hace poco un psicólogo profesor de Harvard (Pinker, “Illustration Now!”) propuso repetir ese aporte, omitiendo las memorias antiguas de la humanidad, las de todas las religiones. De repeso, proscribía el movimiento del Romanticismo: Mozart, Goethe, Víctor Hugo, Goya, Alejandro Dumas, Baudelaire, Poe, Schiller, Schubert o los que desee recordar el lector, no los hallaba sanos. Y se refería a todo el milenio medioeval al modo de Hollywood, por la Inquisición… En fin, lo que natura no da Salamanca no proporciona.
La forma inconsciente como nos aproximamos al misterio de la temporalidad es el agua en que vivimos y perecemos.