Estamos en modo reformista. Todos a una, gobierno, partidos y fuerzas políticas, organizaciones sociales y colectivos ciudadanos, expresan sus ideas y propuestas. Ellas van llegando y acumulándose en el recinto del Congreso a manera de un juego pirotécnico que seduce más por sus vivos colores que por la sustancia de sus contenidos. Ciertamente, el país exige cambios y nuevas visiones que erradiquen males crónicos y prácticas indecorosas, y fortalezcan las herramientas para responder mejor a los desafíos e imperativos que plantea una sociedad en crecimiento: Pero también es innegable que ese esfuerzo debe estar animado por una clara concepción de la sociedad en la que aspiramos a vivir. Por ahora ella no asoma en la catarata de propuestas e iniciativas conocidas.
Por el contrario, emerge un escenario en el que las reformas parecieran responder más que todo a los intereses cortoplacistas de partidos, o de sus jefes políticos. La política, el régimen electoral y la justicia son temas de enorme trascendencia en una democracia que es un sistema de pesos y contrapesos que no puede articularse al vaivén de intereses personales o de ventajas transitorias para fines inmediatos, sino que debe estar signado por el bien común que es el aliciente y finalidad del poder ciudadano.
No deja de preocupar la aparición de propuestas exóticas susceptibles de empeorar lo que se debe mejorar, como la de combatir la corrupción reduciendo el sueldo de los altos dignatarios del Estado; o la de limitar a tres los periodos congresionales, que aunado a la elección del Senado con un sistema complejo de circunscripciones regionales y departamentales, y a la unificación de los periodos de alcaldes y gobernadores con los del Presidente y del Congreso, ni disminuye los costos de campaña, ni permite la representación de todos los departamentos, ni auspicia renovación de cuadros, sino que termina consolidando el poder de los clanes familiares que extenderán sus tentáculos de la política local al ámbito nacional. No en vano algunos proponen prorrogar los periodos de los actuales alcaldes y gobernadores. La justicia padece una profunda crisis moral y no puede reducirse a convenir con la cúpula el alcance de sus beneficios, cuando el mal que la afecta tiene su origen en que nadie la ronda. Impunidad, politización y morosidad seguirán siendo sus atributos que ahora pretenden alimentar con atribuciones de segunda instancia al Consejo de Estado para las decisiones de un Consejo Electoral con capacidades judiciales. Y a la abstención pretenden combatirla con el voto juvenil a los 16 años de edad, y a la democratización interna de los partidos reducirla a las listas cremalleras.
Todavía es tiempo de corregir, o los remedios resultarán peores que las enfermedades que pretenden curar.