Bienvenidas las inteligencias artificiales. Son admirables, que nadie lo niegue. Por lo pronto los humanos, desde hace milenios, somos una sensibilidad pensante. Y los algoritmos que inventamos nos afianzan en el goce de esa diferencia. La particularidad de esa historia propia. Historia que por ejemplo ha dado a una persona como Descartes que, tras dar fundamento metódico a la duda, iba en procesión a la Virgen de Loreto.
Ningún escéptico produjo Las Pirámides, ni a la Mezquita Azul, ni a La Pietá, ni al Tal Majal, La Capilla Sixtina, el Réquiem de Mozart, ni al Mesías de Handel.
Esas epifanías, en las distintas culturas, rozaron el infinito en un instante. Asaltaron los escalones que revelan lo sublime en un acto de devoción total.
El viaje alrededor de las civilizaciones revela que el escéptico de las postrimerías no sabe cómo creer, mientras que el creyente sabe cómo dudar. Y que su acto si no se acepta como una solución, es la celebración debida a un misterio. Así se allegó a lo sublime en las 21 civilizaciones hasta ahora conocidas. Inútil presentar ese común denominador vital como evidencia de error.
La occidental más reciente vio a la generación Hippie, pelos largos, vida nómade, marihuana, pacifismo. Luego: los Yuppies, consumidores ostentosos, en la que todo era excesivo, pero sin intensidad. Llevaron el mundo a la crisis con especulaciones financieras. Su lenguaje mutó palabras con carga positiva como “intenso” o “tenaz” en adversativos.
Y otra cepa antisistema, intensa y tenaz, que, tras la derrota del imperio en Vietnam, depositó su sola confianza en la quimera de un fracasado socialismo.
La era digital cambió el mapa de lo real. Los puntos cardinales de ubicación y sentido se borraron.
Las generaciones digitales pagamos ahora la fe en el silogismo de un progreso indefinido, que redujo el planeta a cifra y lo único que no contabilizó fue su propio costo.
Mientras, el mar o el fuego se traga islas y pueblos. El apetito desordenado de consumo nos maleó con facilismos justo cuando sufrimos su cuenta de cobro. Somos una rolliza víctima que no abarca el mar en que se ahoga. Este engranaje, sin duda más opulento, nos atrofió las antiguas memorias que diferenciaban el ser más, del tener más. Perdimos la resiliencia del corredor de fondo. En el nuevo mundo no basta el surfing en la red, sino el buceo de una lectura más profunda que aún no tenemos.
El mundo protesta, parece sentirse como el célebre protagonista de la novela del escritor FitzGerald: “Gatsby creía en la luz verde. En el orgiástico futuro que año tras año se aleja de nosotros.”
La vida no nos debe nada. Es fatuo esperar de ella más de lo que damos, esa codicia cultivó ese leve tedio en el que todo fue excesivo, pero sin intensidad.
Ese futurismo tuvo algo de espejismo irresponsable para la nueva generación que mira atrás. Pero también, con todo, bien podríamos decir como Antonio Machado: “Hoy es siempre todavía”.