Se estaba contemplando oficializar un nuevo deporte, por su extendida práctica mundial y la adhesión de miles de jóvenes y otros no tanto, todos entusiastas de la pirueta, el asalto, la furia y la razón: el ajusticiamiento de estatuas y a quienes representan. Y se ha desistido, por ahora, de darle tal estatus, al detectar que tal vez se haya tratado de una moda pasajera, que como el Yo-Yo o el trompo llegan como se van, de pronto y de vez en cuando.
La última oleada la vivimos al mejor estilo vigente, en vivo, online, in vitro y otras plataformas de comunicación, a cuenta de conquistadores, fundadores, esclavistas, genocidas y otros practicantes de disciplinas no extintas del todo. Competencias que fueron transmitidas en los estilos de pintada, derribo, decapitación o lanzamiento al agua. Monumentos como el del rey Leopoldo II de Bélgica fueron agredidos, en un rendimiento de cuentas que tal vez se queda en el fugaz acto vandálico ante una figura como la de este monarca, que por el hambre del caucho se llevó por delante cerca de diez millones de personas en el Congo a finales del S.XIX. Sí, es una forma de expresión de un sector que siente también como agresión, que estatuas, bustos, calles o plazas lleven nombres de personajes que en su momento hacían lo que se hacía en el momento, rutinas tan naturales como la trata de blancas tan oscura y tan actual, como la explotación de modistas sumergidas que surten el prêt-a-porter tan chic y tan global.
Ya Conrad se había encargado de poner en su sitio ese período aciago de la colonia belga con El corazón de las tinieblas. ¿Por qué no tomar por ahí? Una estética puede combatir otra. ¿Qué hacer con tanto bronce, tanto mármol, tanto agravio? ¿Qué destino dar a esos erguimientos En honor, In memoriam, que fueron aplaudidos al ser engastados en sus pedestales, tan visitados y depositarios de ramos, coronas y loas? En Budapest, por ejemplo, hay un museo donde simbologías o figuras como Marx o Stalin han sido reunidas en un parque, ya no como homenaje sino como una manera de contar y deglutir la historia de otra manera, no “derribar y enterrar” al estilo de los totalitarismos, como arguye uno de sus impulsores.
El general Lee, confederado y ahora grafiteado en Richmond, Sebastián de Belalcázar, en el grado de adelantado y a medias derribado en Cali, o un tal Colón, o un fulano Husein, son algunas de las estatuas que han sido escogidas y cuestionadas en su derecho de permanecer o no, incólumes y altivos, o ser defenestrados y aniquilados; todo por sus preseas ganadas en la mala praxis del poder o de servirlo. Y más que el poder de turno o los vientos ideológicos que soplen, historiadores, sociólogos y sobre todo artistas deberían alzar la mano para intervenir. Ya lo ha hecho el británico Hew Locke, que redecoró el monumento al esclavista Eduard Colston, que en la modalidad de clavados cayó a las aguas del puerto de Bristol, peana que ahora ocupa (en impresión 3D) una activista del movimiento Black Lives Matter. O el artista francés James Colomina, quien, en Barcelona -después de que en sesión plenaria (muy civilizada) retiraran la figura del marqués y negrero español Antonio López y López- ha encaramado en su lugar una de sus obras rojas, Humanidad, un abrazo entre un muchacho y un gran oso de peluche.
Por ahí debe ser la cosa. Intervenir o reemplazar con obras efímeras o permanentes que abran un camino, no para ocultar la historia y sus actores, sino como un ejercicio para redefinir relatos y protagonistas; actos que requieran menos músculo atlético y más seso gimnástico.
*Ganador del XX Premio Ñ Clarín de Novela y finalista del V Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana con “Aquí sólo regalan perejil” (Alfaguara).