Las festividades de fin de año son propicias para evaluar sin pasiones las perspectivas del inmediato futuro del país, ciertamente determinado por los resultados de las próximas elecciones presidenciales del 2018.
Hoy reina la incertidumbre que se expresa en el sentimiento generalizado de que no es aún posible determinar el rumbo que espera a Colombia en los próximos años. El desenlace electoral no es predecible, ni se circunscribe a la contienda ente dos candidatos representantes de las fuerzas partidistas que ya no congregan las expresiones mayoritarias de los colombianos. Por el contrario, la proliferación de candidaturas expresa el desconcierto, pero también la reacción de una ciudadanía que presiente el agotamiento de las fórmulas partidistas de antaño y que propugna por el restablecimiento de un orden social que fortalezca la legitimidad y eficacia de las instituciones y la confianza de los ciudadanos en la capacidad del estado para satisfacer el ejercicio de sus libertades. La decisión del 2018 entraña, más allá de la probable censura a una gestión que desarticuló la institucionalidad, toleró la corrupción y malgastó los recursos de la nación, una definición del régimen social y político que debe presidir y orientar el futuro de la nación.
La herencia que recibirá el nuevo gobierno es catastrófica. La paz se contrajo a las concesiones desmedidas a las Farc que significaron la impunidad para todos los responsables de delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra, el desconocimiento de la voluntad popular, el decaimiento del orden constitucional y la entronización de un cogobierno espurio, sin poner fin a la violencia, al narcotráfico y a la reiterada violación del derecho a la vida de los colombianos. Se dilapidaron los recursos de la nación para asegurar fidelidad y apoyos a semejante despropósito, con lo que se hipotecó el futuro de los colombianos y se toleró y auspició la corrupción que hoy carcome a la gestión pública. Se infringió así una herida profunda a la esperanza de los colombianos en su futuro.
El año nuevo debe ser propicio a la restauración de la confianza. Es la oportunidad de decisiones de fondo sobre el régimen que debe orientar la vida nacional. No es la hora de tecnócratas, sino de dirigentes con convicciones y carácter para corregir el rumbo y definir nuevas metas y horizontes. Las alianzas aún incipientes no logran consolidarse. La de la izquierda por el canibalismo que los caracteriza y por la sombra del castrochavismo que los cobija; la de Fajardo por su ególatra indefinición; y la de los expresidentes porque asoma el espíritu de exclusión que agrieta su indispensable unidad. Todas padecen de falta de grandeza. Sin ella no habrá victoria ni futuro.