No se sabe cuál es más bobo, si quien presta un libro o quien lo devuelve. Eso se decía, bueno, se dice, porque no se han dejado de leer y no se han dejado de prestar. Y se han dejado de retornar, por su puesto. Podría considerarse un robo si pasan muchos días y sobre todo algunos meses (un libro se despacha máximo en semanas) y el prestador se dice: ¿lo habrá leído? ¿lo habrá re-prestado? ¿a qué hora me dio por dárselo? Dependiendo de la cercanía de la sospechosa (¿por qué se tiende a decir sospechoso?) la labor de rescate podrá hacerse sin mayor contratiempo, a menos que la sensibilidad haga su aparición y la señalada responda: ¿acaso piensas que me lo voy a robar?
Ese objeto del deseo llamado libro sigue por ahí, presa de auténticos bibliorrateros o simples adoradores sin plata o con manga larga. Y lo fue de una serie de personajes que se hicieron célebres por esta práctica, información que se puede consultar en numerosos artículos casi idénticos en la red, escritos con el arte de copiar y pegar, que es otra variante de la rapacería. Robos muy hábiles, como lo fue el que presencié en la Feria del Libro de Madrid en el parque de El Retiro, cuando un muchacho, retiró con suprema delicadeza un libro que no logré identificar. Con tanta gente alelada caminando como entes apiñados en procesión, y otros que sí se detienen en los puestos a preguntar, a hojear y ojear, a comprar, nadie reparó en la maniobra, salvo quien observaba el maletín de cuero del caco por pura atracción nostálgica; tenía el diseño de aquellas antiguas maletas escolares, anchas con tapa de correas y con la piel lustrosa, en fin, una cartera con personalidad. Lo observaba desde un costado de la caseta y de pronto, el tipo pidió a la dependienta un ejemplar del fondo y al voltear ella, deslizó el elegido, que cayó -como una cabeza decapitada- en el zurrón.
¿Que qué hice? Nada. ¿Escribir esta nota como expiación? El tipo echó un vistazo al libro requerido, lo devolvió a la señora y se despidió tan cortés como seguramente había saludado. Mudo y quieto. No hice nada. Pasaron unos segundos y el tipo se perdió entre la muchedumbre. Eso nos pasa, a veces el pasmo nos paraliza. La inacción como cómplice; ¿mirar para otro lado es más cómodo? Después hasta me sentí culpable. Qué poco nos falta para justificarnos. Robé porque tengo hambre. Robé porque tengo hambre de poder. Robé porque tengo hambre de poder robar otro poco, otro mucho. Robé porque tengo hambre de leer. Podría decirse, bueno, tampoco es para tanto.
Por alguna conexión (nostálgica también) recordé una entrañable y desaparecida librería de la Avenida Jiménez con octava de Bogotá. Eran seis o siete pisos de vidrieras atiborradas de libros de todas las disciplinas que mostraban sus lomos hacia la calle. (Supe que hay o hubo discotecas muy instructivas en aquel lugar). Decían que lo que no había allí no estaba publicado. Y también, que quien no había robado un libro en la Buchholz era porque no sabía leer. El señor Karl, un tipo de abundante pelo cano y pasado grisáceo, lo sabía. Y lo comprendía. Sabía que muchos estudiantes iban, unos a comprar, otros a leer allí como si fuera una biblioteca y los más osados, a llevarse un ejemplar bajo el sobaco. Supongo que, en su infinito amor por los libros, el viejo pensaría: un libro prestado, robado o hasta comprado, ante todo, está para ser leído. Hay que leer.
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