La ironía selectiva
Que el juicio a los crímenes cometidos por los paramilitares marche a paso lento es un problema de la Justicia colombiana y no del modelo del proceso de Justicia y Paz. La norma en nuestro país es el vencimiento de términos y, si bien no hago referencia a ninguna estadística específica, es fácil revisar la suma de procesos importantes que se cierran por este motivo.
De ahí la propuesta de la Fiscalía General de la Nación y su proyecto de ley que busca priorizar los procesos adelantados, a expensas de la impunidad de otros crímenes cometidos. Algo que, a pesar de lo frívolo, suena lógico en el papel pero, sin embargo, en la práctica puede convertirse en la fiesta del indulto.
La cosa es sencilla: ¿cuánto tiempo se demoró la Justicia colombiana en condenar responsables por el magnicidio de Luis Carlos Galán? ¿Cuánto tiempo se ha demorado la Justicia colombiana en condenar responsables por el magnicidio de Jaime Garzón?
La respuesta es simple: mucho menos del que le ha tomado condenar a varios años de cárcel a una persona por pagar con un billete falso, mucho menos del que le tomó condenar a prisión a un hombre por pellizcar la cola de una mujer y, definitivamente menos de lo que le tomó condenar al hacker que se apropió de las cuentas de correo y Twitter de Daniel Samper.
El asunto es que, en Colombia, la Justicia siempre ha sido selectiva y la impunidad ha sido, a fin de cuentas, una porción importante del combustible con que se mueve el motor de la violencia. La justicia selectiva ha sido la encargada de administrar el poder y la verdad al antojo de los caprichos del gobernante de turno.
Pensemos en esto: la justicia no selectiva fue la que permitió que Medina y Botero pagaran prisión por recibir dinero para beneficiar la campaña presidencial de Ernesto Samper; y fue también la encargada de permitir que Samper terminara su gobierno.
Más entretenido: Yidis Medina paga condena hoy por un delito que involucra dos actores, sin que aún no se encuentre quien es el segundo responsable.
Lo que no hemos entendido en Colombia es que gran parte de nuestro conflicto armado surge como respuesta a ese constante flujo de prioridades en el que la igualdad termina por convertirse en un discurso que nadie experimenta en la práctica.
No se trata de igualdad de oportunidades, sino de reconocimiento. ¿Quién se atreve a decirle a un hijo que el asesinato de su padre es menos importante que el del vecino? Y mejor aún, ¿quién se atreve a controlar el odio y el rencor que esto puede despertar en él?
La Justicia, como estrategia de planeación, pierde su norte y su esencia y se convierte en una herramienta que sirve para todo menos para crear una sociedad justa.