El próximo 25 de septiembre hubiera cumplido cien años. Las autoridades cartageneras dispusieron que ese día se le tributara honor esculpiendo, en un sector de las históricas murallas, su nombre sonoro: Judith Porto de González. La Sociedad de Amor a Cartagena, que esta mujer mítica fundara, simboliza sus luchas constantes por el ascenso humano de las gentes marginadas de la tierra natal.
Historiadora y escritora, fue la primera mujer presidenta de la Academia de Historia de Cartagena. Miembro de las Academias Nacionales de Historia y de la Lengua, recibió distinciones y reconocimientos altamente merecidos. De su extensa obra académica y literaria, rescato para mí el encanto de sus cuentos. Mi favorito: A Casa de Infieles, es el relato ingenuo y alegre de la ciudad amurallada en el bullicio vital de las fiestas novembrinas. En esas páginas aparece un protagonista principal: el Capuchón, disfraz enigmático y prenda inevitable de las fiestas añoradas de ese entonces. El pícaro atuendo era cómplice de las infidelidades deliciosas del amor. El sudor que provocaba alentaba el abrazo impúdico de la pareja feliz. El Capuchón invitaba al rechazo total de todo recato.
El jolgorio de las festividades empezaba en octubre, con el reinado popular. Más de una candidata oyó de nosotros el mismo discurso de coronación, aunque teníamos el cuidado de no repetirlo ni en el mismo barrio ni en el mismo año. “¡Aquello era algo infernal! Buscapiés zumbaban a diestra y siniestra…, el bongó y las cornetas desaforadas, el gentío inmenso… El calor hacia sudar a chorros… en la caseta La Múcura, que era de las más populares”. (A Casa de Infieles pag.11. Antillas 1953).
Judith nos advierte que en la caseta La Luna la cosa era distinta: meseros en smoking tropical servían whisky y Cuba Libre, nombre que se le daba a la mezcla de Ron Caldas y Coca Cola. Las mesas, rodeadas de palmeras, se convertían en pistas de baile de apasionados amantes. Para entrar a las casetas se exigía una sola condición: tener puesto el Capuchón.
Recuerdo que en la caseta de “El Campo de la Base” en donde tocaban Los Melódicos, y mientras Manolo Monterrey cantaba: “por un maní…, lo que me ha pasado a mi…,” se formó una pelotera entre dos parejas, ambas con capuchones rojos y marcados con los mismos números 1 y 3. Fueron expulsados, pero a la media hora, con la excusa de pagar la cuenta, regresaron y bailaron hasta el amanecer. De los capuchones habían desaparecido los números enigmáticos.
Estoy seguro que la búsqueda de los de infieles fue apenas un pretexto de Judith para pasearnos por las calles legendarias de su mágica ciudad: Calle Lozano, Calle del Colegio, Calle San Agustín, Calle de las Carretas, y la primera de Badillo, entre otras.
Me la imagino en su casa, mirando la infinitud del “mar hablador” e interpelándolo sobre el destino de la ciudad nativa y de su estirpe. En toda su producción literaria, desde los ensayos históricos hasta el relato de cómo se hacía el barrilete de su hijo; desde el cuento que narra el primer aleteo del corazón de la Petit (¿Evelia Margarita?), hasta los textos académicos, campea siempre la esencia del ser cartagenero que identificaba a la querida y sin par Judith.
Una amistad heredada de nuestros padres, me hizo grato escribir esta nota, releer con interés su pluma fácil, incisiva y tierna, y reencontrarme con Paco, Benjamín, Germán, y con la siempre gentil y cercana Evelia Margarita.