Hace casi cincuenta años el Guernica fue agredido con spray rojo, a manos de un autoproclamado artista iraní, quien invocaba motivos vinculados a la guerra de Vietnam. En aquel entonces, recién había muerto Picasso y el cuadro aún estaba en el neoyorkino MoMa; claro, los curadores y el alcalde colapsaron, y todo el mundo deploró el ataque.
Hemos visto en estos días a parejas de activistas anticalentamiento global, calentando los noticieros y las redes sociales con sus ataques a obras emblemáticas, revisitadas, refotografiadas y reenviadas. En la National Gallery de Londres, Los girasoles de Van Gogh fueron salpicados (con la sopa que le hizo falta al autor y le sobró a Warhol) por dos heroínas que inquirían si el arte tiene más valor que la vida, exhibiendo en su camiseta el lema que titula esta columna y adhiriéndose a la pared con pegante. Llevan razón en el fin, como la llevaría el tipo que (disfrazado de minusválido) arrojó una torta cremosa sobre la Monna Lisa en mayo pasado con una protesta en el mismo sentido; bueno, contra el vidrio que acorrala a la pobre Gioconda, tan apetecida por ladrones y selfies. ¿Pero llevan razón en los medios? Por fortuna el hombre del copete dorado ya no gobierna el mundo (¿o sí?), porque habría salido a convencer a la mitad del orbe de que la emisión de basura hacia la atmósfera es mentira y que Monna Lisa es una tienda de ropa para niños como él.
Y es que esta clase de personajes llegan a convencer, pero no a vencer, parafraseando a don Unamuno; unos lo niegan y otros reniegan ante la evidencia, cada quién con sus métodos, mientras los que en realidad pueden cambiar las cosas apenas lo intentan en foros mundiales de papel mojado (quemado sonaría mejor), acordando acuerdos que firman los países que nos nutren de artículos contaminantes tan apreciados y que nos hacen tan felices; pactos que se los pasan por donde nos pasamos el papel higiénico, que entre otras vainas es un producto que deja una huella hídrica y de carbono considerable, y que expuestas sus convicciones, es de esperar que los activistas en cuestión se abstendrán de usar. Tienen toda la razón, así vamos hacia el cataclismo, además, inevitable, irreversible, irreparable.
Cabe decir que estas protestas llevan la bendición de la Climate Emengency Found, organización regida por una señora muy loable que nunca iría a un museo a tirar sopa, y que en un artículo en The Guardian aplaude desde el sillón a sus reclutas, que atesoran likes con sus proclamas. Saltan preguntas: ¿con qué producto adhesivo se pegaron los/as activistas? ¿Con almidón? ¿Con mocos? ¿Con la misma sopa? Seguramente con un pegamento derivado del oil que combaten. Y me pregunto más: ¿cómo entran latas y tortas a estos museos con seguridad de aeropuerto? ¿Por qué no irán al Museo del Hermitage en San Putimburgo y se pegan a una de las decenas de obras del tal Rembrandt tan contaminador con sus ácidos para grabado y sus blancos de plomo para sus pinturas? La pregunta es demasiado larga para una respuesta deseable.
En fin, ante tanta ineficiencia, tanto doblez, tanta pose, sólo podemos contribuir cada quien desde casa con lo que nos toca, o aguardar la evolución de dispositivos nasales para filtrar lo más selecto del monóxido de carbono, del óxido de nitrógeno y del dióxido de azufre que nos provee el “miedo ambiente”. Entretanto, en el Museo Reina Sofía, con todos los dispositivos en alerta, el Guernica está a la espera de un gazpacho en su punto, con un chorrito de aceite, por favor.