Llegaba haciendo zigzags a su casa. Y culpaba de su melopea a la proliferación de bares que poblaban la ciudad. Al día siguiente arreciaba su arenga contra los permisivos expendios de licor. Bares que además de calmarle su inmensa sed, le servían como chivo expiatorio en la resaca, y en la política imperial.
Pero el poder hace maravillas, repetía esa coartada al mundo, y pronto los intimidados analistas y la prensa la creyeron. Los responsables eran sin duda los bares. En consecuencia, unas puritanas damas protestantes decidieron que lo lógico era cerrarlos y prohibir el licor en todo el país norteño. Señalaban, como de pasada, la responsabilidad de Roma en el uso litúrgico del peligroso vino católico, afín a la tradición de los migrantes italianos y a la adictiva cerveza de los católicos irlandeses. Reformaron pues la Constitución. Desataron el infierno en la tierra. La violencia mató a miles. El Chicago de esa época en las películas de Hollywood se parecía a un México actual, o a una Colombia de los años ochenta.
A todas estas el borrachito siguió bebiendo a hurtadillas como nunca, es decir como siempre. Y tuvieron que derogar la ley prohibitoria. Luego el borrachito entró a la guerra mundial y la ganó. Pero ya su afición abarcaba a la marihuana, la cocaína y los opioides.
Todos los borrachitos imperiales del extenso pasado histórico habían sufrido esa afición. Convivían con ella como asunto de sanidad publica, de médicos, no de policías.
Pero al borrachito norteño no admitía su adicción, le urgía tener a otro a quien culpar. Al fin y al cabo, su religión se había levantado contra un tronco indecente, a diferencia de los pecadores católicos cuya culpa primera es original.
Buscaron al chivo expiatorio, ayer en los bares, lejos de sus fronteras. Hicieron responsable de los males del mundo a los improbables vietnamitas, se fueron a castigarlos a lo que se conocía como la Conchinchina para expurgar sus peligrosas ideas sociales. Los invadieron. Y estos con paciencia oriental, conociendo su índole, les proveyeron de heroína a cambio de armas con las que luego los mataron.
Varias generaciones de invasores pasaron por esa dulce escuela y regresaron a casa más adictos que nunca. Solo que en su puritano hogar no se trataba el asunto como problema de salud pública sino de policía. Cuando el poderoso borrachito y ahora adicto salió derrotado, sus hijos empezaron a buscar alivio a su afición en el centro y sur de nuestro hemisferio. Los colombianos (con costa en dos mares), los peruanos y más recientemente México, devinimos en el infierno expiatorio de esos adictos, en la exacta réplica del Chicago brutal de Al Capone.
Mientras tanto el borrachito encontró en su imaginario puritano otro “eje del mal”: la antigua Persia (Irán), Irak que invadieron con una mentira, y tomaron Afganistán que en ese año bajo su total dominio triplicó la producción de opioides que volaban ¡en aviones oficiales! al impoluto hogar de la prohibición.