LO más grave que le puede ocurrir a una sociedad que se considera democrática es la pérdida de confianza del pueblo en sus instituciones. Eso es todavía más grave cuando las instituciones que pierden credibilidad son las judiciales, las encargadas de garantizar que tenga realización el valor fundamental del Derecho: la justicia. Y el esquema previsto en la Constitución con ese objeto -el sistema jurídico- periclita cuando es precisamente el Derecho el que no funciona porque sobre él -en su genuina concepción- prevalecen intereses personales, de poder económico o político; cuando en la administración de justicia los cargos no se adquieren por mérito sino por influencia; cuando no se ejercen con la verticalidad, la imparcialidad, la transparencia y el aplomo que deben caracterizar a jueces y fiscales; cuando no se ponen al servicio de la sociedad para realizar un orden justo, sino -bajo la apariencia de una falsa legalidad- con objetivos malévolos en que predominan el engaño, la arbitrariedad y la corrupción. Cuando se sacrifica la justicia para favorecer a ciertas personas o empresas.
Es doloroso decirlo, pero entre nosotros, se ha perdido la confianza, la credibilidad y el respeto ciudadano hacia las instituciones, en especial las judiciales.
Nos preguntamos, a propósito de recientes hechos: ¿Será admisible para los colombianos que la justicia siga brillando por su ausencia? ¿Que, sobre acontecimientos escabrosos todo se oculte, la oscuridad sea cada vez más oscura, la verdad más lejana y el Derecho más teórico? ¿Admitimos que la respuesta sea siempre una mentira o una cortina de humo? ¿Habrá claridad y se sabrá la verdad alguna vez?
Nuestra sociedad no puede continuar creyendo en los juegos de palabras, las argucias y los artificios, en sustitución de una genuina y transparente búsqueda de la justicia. Debemos recobrar la credibilidad de quienes investigan; de quienes conducen los procesos; de quienes resuelven; de quienes acusan; de quienes juzgan y de quienes dictan sentencias. Hemos de retornar a la confianza en jueces que, por definición, sean incorruptibles. Regresar a la dignidad, al decoro y a la respetabilidad de quienes tienen como función perseguir el delito, investigar, juzgar y condenar o absolver, en Derecho y respetando las garantías constitucionales, pero con rigor. En eso deberían estar empeñados todos aquellos que todavía ejercen sus atribuciones con probidad y rectitud -aún son muchos-, para que opere la justicia y no prosperen torcidas intenciones de funcionarios corruptos. Ellos no merecen seguir ejerciendo sus funciones y, por tanto, han de ser sometidos a proceso.
Una vez más decimos: el problema de la justicia en Colombia no es solamente de normas. Es, ante todo, de personas. Se hace necesario renovar la forma en que son escogidos los altos funcionarios, y hacia el futuro no se deben repetir los errores cometidos. Los nominadores -al momento de elegir a quienes administran justicia- deben rechazar a quien pretenda sustituir una hoja de vida limpia, la preparación, la trayectoria y la formación ética y jurídica por una recomendación política o por la influencia de los poderes económicos.