Los acontecimientos de los últimos días en los Estados Unidos revelan el difícil estado en el que se encuentran su régimen democrático, sus instituciones y las relaciones entre los distintos sectores políticos, en las que el odio ha sustituido el disenso y la controversia, por apasionados que ellos hayan sido. Las erráticas actuaciones del presidente Trump motivadas por la desesperación de no lograr probar fraude en su derrota electoral, dio pie al melodrama de sus adversarios sobre una supuesta insurrección, convenientemente sindicada de terrorismo, que finalmente culminó en lo que realmente se proponía: la propuesta de inhabilitación a perpetuidad del temido adversario para desempeñar el cargo de presidente y cualquier otra función pública. Olímpicamente, ignoraron la fragmentación creciente de la sociedad estadunidense, que es mal que la corroe y la verdadera amenaza a su unidad y poder.
La sustancia del régimen democrático que privilegia los derechos de las personas es el acuerdo para entrar en desacuerdo que se conviene para tramitar sus diferencias sin convertirlas en estados de guerra arbitrados por la violencia desatada, y sin otro límite que la desaparición del adversario. Es un producto de la civilización occidental de incomparable magnitud, que se sustenta en cada nación en el sentimiento de pertenencia a su sociedad y a su pueblo, y que requiere que la minoría acepte la ley de la mayoría y, ésta, los límites que la ley impone para el respeto de los derechos de todos los ciudadanos. La búsqueda del consenso es el punto de equilibrio del sistema.
Ese equilibrio se halla hoy peligrosamente amenazado por el odio que predomina en todas las controversias políticas y sociales que se vienen suscitando en un ágora global -las redes sociales-, bajo el control de unos pocos gigantes tecnológicos que determinan lo que se puede decir y lo que se debe prohibir, y que sea contrario a sus intereses y propósitos que imponen como una nueva ética universal. Se están convirtiendo en los dueños únicos de un poderoso instrumento de manipulación masiva para el control del pensamiento que regimiente la libertad de expresión y ahuyente el pensamiento crítico, indispensables a la cultura y a la creación. Asistimos al surgimiento de una oligocracia digital con capacidad para despojarnos de nuestro libre albedrío y convertirnos en robots, que al parecer constituye el ideal para una humanidad despojada de sus libertades.
Este debate empieza con las acciones que suscita la decisión de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. A ello se acomoda la izquierda mediática, intelectual y militante, que no tardó en despojarse de su aparente magisterio libertario para adherir a la triste tarea de censor intolerante de la libertad de expresión. La tímida súplica del presidente Biden para que se prioricen sus iniciativas en los primeros 100 días de su mandato, difícilmente será advertida. No gozará de luna de miel en medio de la tempestad que llega, con partidos divididos, una sociedad fragmentada y un nuevo poder naciente.
Ojalá cuente con la ayuda de Dios.