La legitimidad de las instituciones es el fundamento esencial de un régimen de libertades. El cumplimiento de sus misiones con independencia, imparcialidad y vocación de asegurar la satisfacción del interés general y del bien común, constituyen los imperativos de sus respectivos desempeños y actuaciones. Estos atributos se han venido convirtiendo en letra muerta al vaivén del interés político, ideológico o lucrativo de sus rectores, que les han usurpado su prestigio, respeto y apoyo ciudadano. Hoy son objeto del repudio generalizado y causa eficiente del desbarajuste ético, político y funcional que las corroe y que amenaza los cimientos de nuestra democracia.
Su recuperación es tema central en las decisiones de los colombianos en las próximas elecciones El ejercicio de sus competencias se ha envilecido porque ha privilegiado la satisfacción de los intereses de quienes los regentan y de sus áulicos. Son hoy percibidos como instrumentos de banderías políticas para golpear y sojuzgar a sus adversarios Son herramientas para la persecución de opositores y por ello útiles para la sustitución del régimen democrático. El caso más patético es el de la justicia. Los escándalos que la afectan no solamente revelan la podredumbre que se ha apoderado de algunos de sus más encumbrados dignatarios, sino también el manto de inmunidad que se dispensa para los políticos de la izquierda nacional. Confirman también la impunidad que prevalece cuando la causa penal o disciplinaria logra superar la instancia de apertura de investigación. Los fallos en los casos de Piedad Córdoba y Gustavo Petro lo demuestran ampliamente, y la controversia judicial entre los senadores Álvaro Uribe e Iván Cepeda lo corroboran. El fallo inhibitorio a favor del investigado y la conversión del acusador en sindicado en vísperas de unas elecciones congresionales y presidenciales evidencia la persistencia de la politización en las más altas esferas del sistema judicial.
No es esta la primera decisión que sugiere que la justicia colombiana pretende anticiparse a la JEP, asumiendo como criterio la militancia ideológica para absolver o condenar. Envilecer la justicia siempre ha sido el mejor instrumento para el establecimiento del despotismo. Así lo hicieron los nazis y los comunistas y lo siguen imitando los conductores del socialismo del siglo 21. En manos del elector reposa la capacidad del restablecimiento de la institucionalidad. Lo hará directamente eligiendo presidente y congresistas que tengan conciencia de los peligros que acechan a la democracia colombiana, e indirectamente mediante la convocatoria y elección de una Asamblea Constituyente que restaure toda la institucionalidad. El 11 de marzo el ciudadano colombiano dará el primer paso en la escogencia del régimen político circunscrito a imitar al de Venezuela o restituirle al colombiano la legitimidad, independencia y credibilidad que exige una democracia vigorosa y estable.