Los episodios que vienen rodeando la nominación y elección de magistrados de la Corte Constitucional son fiel reflejo de la crisis por la que atraviesa la Corporación y la Justicia en general y reproducen la manipulación a que la que han estado sometidas varias de las instituciones para forzar la incorporación del acuerdo de paz a la Carta Política. El régimen, en vez de auspiciar la recuperación del prestigio perdido de la Corte, pretende asegurar la continuidad de la sumisión del alto Tribunal a sus deseos y desafueros, profundizando el mal momento que vive la guardiana de la Constitución y acentuando gravemente la integridad de la Constitución y del ordenamiento jurídico colombiano.
Algunos de los nombres que asoman como favoritos para llenar las vacantes no dan garantías de idoneidad, unos por su endeble preparación jurídica, otros por su escasa independencia del ejecutivo. Con ellos no hay cambio de tercio, sino insistencia en las causas que han llevado al desprestigio de la Corporación que alcanzó otrora merecido reconocimiento nacional y continental. En estos últimos ocho años los magistrados salientes dilapidaron el buen nombre de la Corte con su indebida politización, su desmedido activismo judicial y su sectarismo ideológico. Se abrogaron funciones constituyentes de la que carecen para imponer su sesgada visión de la sociedad, y para ese efecto repartieron órdenes de toda clase y naturaleza sin importarles los impactos perniciosos sobre la sociedad. Terminaron violentando la voluntad popular y desfigurando los mecanismos de participación ciudadana para permitir la refrendación por el Congreso del acuerdo de paz, rechazado por el constituyente primario, en una sentencia emblemática por el solo hecho de que ellos no pudieron ni supieron explicarla. Y con la actuación de sus auxiliares, mientras no se llenen las vacantes, se prolongará esta vergonzosa abdicación frente a la omnipotencia del ejecutivo que compromete los fundamentos mismos del régimen democrático que ellos y éstos juraron respetar.
La elección de los magistrados de la Corte Constitucional es uno de los actos de mayor trascendencia para la solidez de la institucionalidad democrática. No parecen entenderlo, ni la Presidencia de la República que ternará a sus obedientes funcionarios, ni la Corte Suprema de Justicia, extraviada en sus rencillas internas, ni el Senado, el cuerpo elector, dócil notario de la voluntad presidencial.
Asistimos a la cooptación de los Poderes Legislativo y Judicial, del CNE y la Registraduría por el Ejecutivo. Aún sobreviven la Fiscalía y la Contraloría, a las que ojalá se sume la Procuraduría para conservar la esperanza de vivir en democracia. La sustitución de la Constitución y tanta tropelía harán necesaria una Asamblea Constituyente.