Algunos están sorprendidos por el crecimiento y la aceptación del discurso populista en el país. Era de esperarse. El terreno de la insatisfacción ciudadana, el deterioro institucional y la falta de confianza en el Gobierno y todas sus instancias hacen que la gente mire alternativas diferentes.
El establecimiento, el régimen, amangualado y tramposo ha sido siempre ineficiente, no sé si adrede o sin voluntad y sin conciencia. Y para excusar su propia negligencia se ha dedicado a destruir aquello que lo desafía. Por eso los ataques contra Álvaro Uribe jamás cesan. Atacarlo, desprestigiarlo, arrinconarlo; esa parece la consigna. Es tal vez es en lo único que coincide con la izquierda radical -que odia a Uribe porque los derrotó en el terreno militar-, pero además en el corazón de los más pobres, que falsamente ellos pretenden representar.
Uribe no necesitó de las maquinarias para elegirse, lo elegimos los colombianos con convicción en sus capacidades. Uribe trasformó el país. Uribe nos devolvió la confianza en las instituciones. Bajó 45% el índice de homicidio, erradicó el secuestro, crecimos económicamente, aumentó la cobertura en salud y educación. Se vieron las obras.
Sin embargo, todos sus logros han pretendido borrarse con el empeño del tradicional aparato político y la izquierda. Abusando de la juventud que no vivió el país de los 90’s los han convencido de que Uribe es una versión popular de Santos.
Pueden tener todas las discrepancias con Uribe, hacerle todas las críticas y señalar los faltantes, pero jamás deberían engañar sobre lo que logró y como lo hizo. Pero el irrespeto no se limita a la persona del ex presidente, van por todos sus seguidores. Han caricaturizado a los uribistas como un montón de colombianos locos que siguen a un líder sin que existan razones para hacerlo. Una especie de adoración, dicen. Un mínimo respeto exigiría que por lo menos se preguntarán por qué tantos colombianos acompañamos a Uribe, que no reparte ni plata, ni puestos, ni tiene armas... Solo su prestigio -sobre el que han caído todos los ataques- sigue permitiéndole ser el político con más popularidad y credibilidad en Colombia.
El daño, por supuesto, no solo se lo causan a Uribe y al uribismo. Se empieza a vislumbrar que le cae también a la democracia y a Colombia.
Si el propósito de desprestigio contra Uribe llegará a ser exitoso, la gente no volvería al redil del régimen y el establecimiento -ya desprestigiado de manera irreversible-. La ciudadanía empezaría a buscar algo más, algo distinto. Y distinto no hay más que el populismo. Que le dice a la gente lo que quiere oír. Que fomenta prejuicios falsos. Que incita al odio de clases. Que no tiene asidero histórico ni económico. Que es un salto al vacío del que ninguna nación, ninguna, ha salido bien librada.
Destruir a Uribe es destruir el discurso que cree en el mercado y defiende la iniciativa privada, que privilegia el Estado de Derecho y respeta la separación de poderes. Uribe más que el político consagrado que trabaja, trabaja y trabaja, es un símbolo de que desde la democracia se pueden hacer los cambios.
Y claro, para los que lo están pensando, las altas cortes hacen parte del régimen, del establecimiento, de la manguala.