Los desmanes, la violencia y la destrucción que se vivieron en el denominado paro nacional convocado por las Centrales Obreras, Fecode, Asociaciones de Estudiantes y alentado por la oposición extrema de Petro y sus conmilitones, revela una sociedad en cuidados intensivos, sin terapias a la vista que mitiguen siquiera los peligros que la acechan. Cunde el sentimiento de que se está perdiendo la sensatez y con ella la posibilidad de confrontar y superar los retos que afrontamos. Llamar a la protesta callejera, a sabiendas de las aglomeraciones que implica y del vandalismo que la contagia, sin eventualidad alguna de evitarlos en medio de una emergencia de salud pública que saturó la capacidad del sistema para preservar la vida, el derecho supremo de todo ser humano, constituye la culminación de la irracionalidad y del odio que hoy impregna a la política.
Hay, en todo ello, un mensaje sombrío, que se acentuó con la prolongación indefinida de las movilizaciones, aglomeraciones y destrucciones, que deben obligar al gobierno y a sus malquerientes en los partidos y en la institucionalidad a concertar las acciones y medidas necesarias, no solamente para restablecer el orden, sino también para recuperar la legitimidad de las mismas, resquebrajada y alimentada por intemperancias, animadversiones y rencillas impropias de las responsabilidades que se les exige. El gobierno, imprudente en el manejo del proyecto de reforma tributaria, desoyó las advertencias de su propio partido y las de los independientes, que hoy cobra cuantiosa factura y debe inclinarlo a la satisfacción de los derechos sociales indispensables a la vida y dignidad que le son propias. Los independientes deben entender que sus aportes no deben ser interferidos por sus vanidades, contrarias a sus deberes y responsabilidades. Y la oposición extrema, ojalá comprendiera que la perversidad en la política destruye las sociedades que aspiran a gobernar.
La justicia debe investigar los delitos, sus autores ser judicializados, y el gobierno procurar el cumplimento de sus obligaciones constitucionales de garantizar vida y bienes de los colombianos y de mantener el orden público y restablecerlo cuando fuere perturbado. Son atribuciones fundamentales que no toleran incumplimiento ni despojo, pero exigen la legitimidad que se desprende de la confianza y respaldo ciudadano. No será fácil en medio de la incredulidad de la gente, de la rabia provocada por desilusiones repetidas, de las urgencias propias de la crisis que vivimos, que afectan por igual a sociedades de todos los continentes, y que no han encontrado aún cadenas de solidaridad auspiciadas por sus gobernantes. El fácil y culpable expediente de mandar a las gentes a la calle a saciar sus rabias, a la usanza de Petro y su Corte, siempre a buen resguardo, no solo es una traición despiadada a la ciudadanía, sino también un obstáculo a la posibilidad de leer e interpretar las situaciones que padecemos. Es la emulación de Nerón de reinar sobre las ruinas para entronizar su dantesca versión de una nueva sociedad. Es esa la marcha fúnebre que nos proponen.