El 13 de marzo asistimos a un desastre anunciado. No faltaron los indicios que señalaban los eventuales peligros que podían cernirse sobre la realización de los comicios del 2022. La desatención del registrador a los llamados para corregir las fallas que se evidenciaron en el sistema de preconteo en el 2018 y las advertencias sobre el deficiente diseño de los formularios que deben llenar los jurados, desencadenaron una serie de irregularidades que produjeron el inadecuado diligenciamiento de los mismos, con sumas incorrectas, su captura inadecuada en el sistema de preconteo, manipulación y alteración de resultados, que sembraron sospecha de fraude, curiosamente expresadas por quienes se beneficiaron de los hallazgos, pero después se opusieron a reconteo de los votos.
A ello se sumó el cambio intempestivo de los funcionarios en las registradurías departamentales y municipales por recomendados que no acreditaban idoneidad para las funciones que se les confiaron, así como la designación de nuevos jurados pobremente capacitados. Y para rematar, la contratación a dedo del software para la contabilización y consolidación de los sufragios en penumbroso secreto, sin que hasta la fecha haya pasado por los simulacros y las auditorías que permitan detectar su idoneidad y confiabilidad
Pero lo más insólito, más allá de la incompetencia evidente del registrador, ciertamente fue la conducta de la mayoría de los partidos y movimientos políticos que prefirieron atragantarse con las irregularidades para no sufrir eventuales mayores pérdidas de curules. Temor natural en quienes por décadas han demostrado incapacidad de diseñar herramientas de control que contribuyan a la indispensable transparencia de las elecciones. La inocente afirmación del despistado registrador de que en Colombia es imposible el fraude por la intervención de distintas autoridades, constituye craso o fingido desconocimiento de que el fraude se realiza en la mesa de votación, porque solo allí es posible impugnar para que esa objeción pueda ser resuelta en los posteriores escrutinios.
Con ese contubernio entre un registrador huérfano de credibilidad y una mayoría de fuerzas políticas acobardadas por sus propias deficiencias, se incrementa la desconfianza ciudadana, se extiende un manto de incredulidad sobre las probables dos vueltas presidenciales y puede traducirse en el cuestionamiento de sus resultados y, con ello, en una seria amenaza a la legitimidad de la elección presidencial y a la paz, en una nación ya suficientemente convulsionada por la violencia ejercida por los múltiples actores criminales.
Nos deslizamos hacia una confrontación enardecida por el odio que destilan algunos y confrontada por el miedo que se apodera de los otros, que tiene que ser resistida por la ciudadanía si queremos preservar el futuro de la nación. El debate ha sido pródigo en invectivas y descalificaciones y pobre en programas y propuestas para superar problemas y deficiencias que arrastramos y debe señalar rumbos y metas que nos unan y nos comprometan en la construcción de una sociedad más equitativa, solidaria e incluyente en la que nos reconozcamos y podamos dirimir democráticamente nuestras diferencias.
Un registrador ad hoc y un nuevo lenguaje de los candidatos deben ser los primeros pasos para legitimar los resultados electorales.