En la ceremonia de instalación de la Misión Electoral encargada de elaborar en el plazo de tres meses una profunda reforma del sistema vigente, sorprendió el presidente con la propuesta de limitar la transformación del régimen eleccionario a la simple tarea de adoptar la financiación estatal de los partidos por “un par de períodos”, invitando así a posponer la inaplazable labor de corregir las causas del descompuesto régimen electoral que hoy padecemos.
No constituye buen mensaje para la Misión Electoral y la difícil tarea que se le encomienda, no solamente por el escaso tiempo que se le concede para adelantar su trabajo y elaborar una nueva normatividad que imprima transparencia, eficiencia e independencia a un sistema que hoy carece de ellas, sino también porque se verá interferida por toda clase de presiones destinadas al acomodamiento prevalente del nuevo partido de las Farc en detrimento de la igualdad e imparcialidad que la organización y la normatividad electorales deben garantizar.
Acudir a la exclusiva financiación estatal de candidatos y partidos no resuelve ninguna de las deficiencias del sistema. El Consejo Nacional Electoral ni organiza ni vigila los procesos electorales, ni tampoco sanciona irregularidades e infractores. No cuenta con capacidad para ejercer veeduría y control a los dineros que inundan la mayoría de las campañas, ni para impedir la compra de votos, evitar los fraudes en el conteo y transmisión de los mismos y disuadir la trashumancia de electores. Menos puede controlar la abierta intervención de los funcionarios públicos en las distintas fases del proceso, permitida y escandalosamente practicada en el plebiscito del 2 de octubre del año pasado.
Impotente ante el proceso de cartelización de las elecciones financiadas por la mermelada gubernamental y por organizaciones con actividades legales o ilegales torna imposible e ilusorio competir. No sorprende que todo ello haya erosionado la credibilidad de los partidos y de los políticos, menguando su legitimidad y aumentando el rechazo y el hastío que su accionar genera en la opinión pública.
Un sistema así de maltrecho, agobiado por el clientelismo que florece al amparo del voto preferente, es terreno fértil para la corrupción, invita al fraude y por lo tanto carece de seguridades y de credibilidad, consustanciales a la legitimidad democrática que las elecciones están llamadas a proveer. Una reforma profunda del sistema es hoy indispensable para recuperar su transparencia y asegurar su legitimidad. Un Consejo Electoral debidamente empoderado, con Magistrados idóneos e independientes y una normatividad que erradique el clientelismo y castigue a los corruptos, es el reclamo del país para asegurar la pervivencia de un sistema electoral que hoy demerita a la democracia colombiana.