El deterioro de los indicadores sociales y económicos en los siete meses trascurridos desde la asunción de Petro a la presidencia ha empezado a hacer mella en su capacidad para conducir el proceso de cambio prometido. A pesar de que el cambio es fenómeno consustancial a la especie humana, conducirlo con éxito ha sido tarea difícil y casi siempre inconclusa para alcanzar los réditos esperados.
No puede decirse que Petro haya incurrido en el uso del engaño y ocultamiento de sus verdaderas metas e intenciones, como lo hicieron en su momento en similares circunstancias, en las Américas, los adalides de igual credo ideológico: Castro, Ortega y Chávez. Nadie puede endilgarle a Petro el ocultamiento en la campaña electoral de la naturaleza y contenidos de sus programas y de las acciones mediante las cuales los convertiría en realidades. Pródigo fue en sus propuestas de “perdón social” para incorporar a toda clase de condenados o procesados por corrupción o delitos de lesa humanidad a su versión de la “paz total, como insistente también en la legalización de la coca y de su cultivo y en la presentación de reformas que fortalecieran el control y poder del Estado y el marchitamiento del sector privado en la economía.
Abundan en los anales del debate electoral sus preferencias sobre la deconstrucción creativa y el decrecimiento como fuente de inspiración de una nueva sociedad, así como las elucubraciones sobre una difusa economía popular y la suspensión de exploración y explotación de derivados de hidrocarburos para reemplazarlos por aguacates y turismo durante el periodo de transición a fuentes de energía amigables con el medio ambiente.
Nadie puede sorprenderse por los ceses de fuego fallidos que proliferan en los territorios huérfanos del control del estado, ni extrañarse por el proyecto de sometimiento que las favorezcan, y por el que abre las puertas de la cárcel a los peores delincuentes, indultados por voluntad presidencial, entre otros tantos que cursan el en Congreso. Intuitivo, el presidente destituyó al ministro que predijo la implosión controlada que sería su gobierno y silenció a quienes le hicieron coro en la descalificación de la reforma a la salud. Por consiguiente, los ministros serán los únicos responsables de la suerte de sus proyectos en el Congreso. Creer que en Petro cohabitan el radical ideológico y el mesurado demócrata puede hacer larga la fila de sus colaboradores ante el patíbulo.
Realidades parecidas nos señalan las dificultades que enfrentan las oposiciones a gobiernos de extremo radicalismo progresista en el continente. En Chile, la ciudadanía, y no los partidos, puso fin al disparatado proyecto de reforma constitucional. Entre nosotros, el hundimiento de la reforma política podría desencadenar igual suerte para otros proyectos de similar factura, lo que provocaría el final de la coalición y agrietaría irremediablemente la gobernabilidad ya precaria. Ese cambio de tercio modifica el escenario de las elecciones de octubre, a las que ya aportan los gobernantes departamentales y municipales con la adopción del lema del escudo nacional, “libertad y orden”, poderoso mandato inequívoco para la estabilidad y futuro de nuestra democracia.