La violencia que se ha apoderado de las manifestaciones de los últimos días, con desdeño mayúsculo de la agresiva pandemia de muerte que nos golpea, tiene raíces y explicación en elementos que superan abrumadoramente las razones y factores que se le atribuyen. Ciertamente, éstos no obedecen solamente a insatisfacciones en el seno de la sociedad colombiana, sino que responden también a un proceso que se está propagando en un mundo globalizado y que supera y desborda los ámbitos locales y nacionales.
Hay en curso la agresión de una formulación cultural fundada en la filosofía de la deconstrucción que se entiende asimismo como apocalipsis de felicidad, construida sobra la destrucción de los sistemas de valores vigentes. Se ve revolucionaria y por ende subversiva, radical y punitiva. Se expresa en las teorías del “decolonialismo” que se esmera en borrar la memoria histórica con el derrumbe de todo vestigio que la recuerde, con el racialismo que es un racismo de pretensión científica, superfluo en un mundo que se mestiza a pasos agigantados, con el feminismo concebido como guerra a lo masculino, con la destrucción del género en la distinción sexual y en el lenguaje, y con el desdeño de la razón, con los que se pretende reducir a quimeras todos los sistemas de creencias. Se vale del cultivo del odio para entronizar sus objetivos.
Las actitudes y el lenguaje de los que pretendieron fungir como intérpretes del paro y voceros del descontento social en los debates de las mociones de censura a Mindefensa, confirmaron su propensión a la invectiva y su decisión de hacer del odio el combustible de su accionar. Contrastaron de modo ejemplarizante con la marcha del silencio de los caleños, premonitoria del rumbo que debemos seguir en el país para mejorar y fortalecer la democracia en la que todos oficiemos y seamos participantes y deliberantes.
Estamos en pleno derecho de exigir la judicialización de los vándalos y delincuentes, de sus financiadores, organizadores y cómplices, como también de reclamar al gobierno por una acertada lectura de la crisis que vivimos, así como congruentes acciones que permitan la innovación en el pacto social y la reingeniería de nuestra democracia y sus instituciones. Para ello, es preciso tener claridad sobre la naturaleza del conflicto del que somos parte, descifrando su naturaleza y sus alcances y comprendiendo que somos hoy el campo de batalla de la disputa. En un mundo globalizado nadie puede escapar a la universalidad de sus efectos.
La tarea demanda altas dosis de creatividad del gobierno, pero también de todos los estamentos nacionales. Recuperar el orden y el territorio, vencer al narcotráfico y restablecer la convivencia social, preservar la independencia y autonomía nacionales de intereses vinculados a las disputas orbitales muchas veces enquistados en organismos internacionales, restaurar la confianza en instituciones que deben rediseñarse para merecerla, asegurar el crecimiento económico y social de todos los sectores nacionales y realizar elecciones libres y transparentes son los desafíos mayores del presente. Todos seremos responsables de lograrlo.