La controversia política está adquiriendo cada día una innecesaria e inconveniente pugnacidad que desdice de la calidad que debe tener el debate sobre el futuro inmediato del país. Poco a poco se ha recurrido a la exageración de opiniones propias y la desfiguración de las ajenas, siempre con el propósito de estigmatizar al contrincante, como medio de descalificar sus criterios y propuestas. Los medios de comunicación y las redes sociales han hecho eco de ese despropósito para procurar convertir la mendacidad en verdad y buscar infundir en la opinión percepciones que no corresponden a la realidad.
Dos acontecimientos recientes son clara evidencia de este comportamiento. Las recientes declaraciones del exministro y hoy precandidato a la presidencia, Juan Carlos Pinzón, fueron objeto de agresivas expresiones entre las que se destaca aquella, supuestamente prestada de los clásicos, de que “la lucha por el poder, que es la política, infortunadamente saca a relucir lo peor de la condición humana”. Frase seguramente dictada por el resentimiento hacia quien, por el hecho de haber sido colaborador, es considerado rehén obligado de todas las ejecutorias y falencias, revelando así, no solamente una concepción denigrante de la política, sino también entronizando obligadas lealtades que no se compadecen con la búsqueda del bien común que debe inspirar toda aspiración al poder político.
Por otra parte, la desbordada orquestación mediática que acompañó la entrega subrepticia y secreta de las armas de la Farc, presentada como veraz e histórica, no convocó la atención de los colombianos, sino que amplificó el escepticismo y la desconfianza de la ciudadanía en razón del historial de engaños que ha caracterizado a esa organización criminal. Hubiesen querido los colombianos que esa “dejación” comprendiera todo el mortífero armamento de la insurgencia y sepultará esas herramientas de la muerte, pero las circunstancias que la antecedieron y las que acompañaron esa operación, sugieren un engaño consentido por el gobierno, los mandos militares y la inepta verificación de la ONU, testigo ciego, sordo y mudo de ese conejazo.
Sin inventario previo verificable, sin identificación del serial del armamento, resulta imposible certificar la entrega de todo el arsenal de las Farc. Más aún porque la existencia de las caletas vino a conocerse por el casual hallazgo de una de ellas por el ejército, que obligó al reconocimiento de 960 más, lo que impide creer que esa es la cifra real de las que se tenían a buen recaudo.
En Centroamérica, nicaragüenses, salvadoreños y guatemaltecos se lucraron con la venta de la mayor parte de sus armas en el mercado negro que favorecieron a organizaciones criminales, entre ellas las Farc y el Eln. En Colombia, Timochenko derivará de ello recursos frescos para una acción política que podría acompañarse de intimidación armada.
Es ella una legítima preocupación si, además, lo mismo ha de ocurrir con la entrega de los activos de las Farc. Tendríamos entonces la suma de intimidación y dinero de jefes de debate de una paz engañosa.