El esfuerzo de Lula por revivir a la desfallecida Unasur naufragó de manera estrepitosa con el insólito intento de lavarle la cara a Maduro y su régimen. Acudió el presidente brasileño al expediente preferido de la izquierda de montar una narrativa que denominó “narrativa de dictadura de derechos humanos que internacionalmente le han montado a Maduro”, contraria a la evidencia de que en Caracas gobierna una casta criminal sostenida por el terror que infunden sus delitos de lesa humanidad.
Así la calificaron en su momento la Alta Comisionada para los Derechos Humanos Michele Bachelet, el Fiscal de la Corte Penal Internacional y en general todas la Organizaciones de Derechos Humanos. Quizás el más benigno haya sido Felipe González que la caracterizó como una “Robolución”. El repudio a semejante despropósito se extendió a la mayoría de los asistentes y privó a Lula del soporte necesario al liderazgo continental que había acariciado encontrar en esa cumbre.
Para sorpresa de los asistentes, pero no de los colombianos, el único presidente que anunció su intención de retornar a la membresía de Unasur fue Gustavo Petro. Nuestro presidente también es propenso a narrativas de esa naturaleza que ya había esbozado en relación con el sátrapa venezolano y que ha empezado a cultivar en el orden doméstico para aclimatar su concepción del cambio que pretende para Colombia.
En medio de las dificultades que confronta por su errático comportamiento, sus improvisaciones, la ineptitud de su “gabinete de emergencia”, los escándalos de corrupción que afectan a su más estrecha colaboradora y a miembros de su familia, la resistencia ciudadana y del congreso a sus maltrechas reformas, sus deliberadas agresiones a la Justicia, la Procuraduría y a los que osan disentir y su deshilvanada paz total que logró arreciar la violencia y el control territorial de las organizaciones armadas ilegales, ha resuelto inaugurar la narrativa del golpe blando que atribuye a sus afligidos opositores y ciudadanos ante el caos que asoma y amenaza las libertades y la estabilidad del orden institucional.
Se equivocan el presidente y quienes lo acompañan. Nadie quiere, propugna ni cohonestaría un golpe de cualquier naturaleza que interrumpa el libre funcionamiento de nuestras instituciones democráticas, construidas con paciencia, en medio de dificultades y esfuerzos, a las que hoy la inmensa mayoría adherimos y defendemos. La oposición ejerce el legítimo derecho a disentir dentro de los cauces, espacios y requerimientos de nuestro ordenamiento jurídico.
El respeto por la autonomía e independencia de los poderes ha sido conducta constante que ha permitido superar los retos y dificultades que hemos conocido. La propia elección del presidente es prueba fehaciente de la fortaleza de nuestra democracia que no estamos dispuesto a mancillar y perder. Ver como enemigo al que disiente en uso de las herramientas que le proporciona el ordenamiento jurídico constituye un desliz de imprevisibles consecuencias. Los enemigos son otros, armados y perpetradores de delitos de lesa humanidad que todos debemos combatir.
Los peligros anidan en la desconexión del gobernante con sus ciudadanos, de impensadas consecuencias y difícil resolución. Superarlos determina la suerte y dimensión del gobernante y la preservación de nuestras instituciones.