Los afanes que suscitan las elecciones del 2022 han acentuado el escenario de artificio que venía ya prevaleciendo, muy ajeno a las premuras y las realidades por las que el país atraviesa por razón de retos actuales o de viejos padecimientos sin resolución. Así, se ha pretendido construir un relato de fantasía que tiene por consolidada una paz añorada, pero hoy acribillada por la multiplicidad de diversas organizaciones armadas ilegales que se expanden por territorios más extensos de los que sufrieron la criminal actividad de los frentes de las Farc.
La paz no se hizo realidad con el acuerdo del teatro Colón, como que hoy el número de desmovilizados se encuentra ya igualado, sino superado por los contingentes del Eln, las varias disidencias de la Farc, las organizaciones del narcotráfico y las que conjugan amplios espectros delincuenciales, que validos de los incentivos propiciados por la negociación y de los apoyos externos, han llegado a amenazar principales centros urbanos de Colombia con acciones terroristas que tuvieron como blanco hasta la propia vida del presidente de la república. Huérfana de verdad, justicia, reparación y no repetición, han convertido esa supuesta paz en un espejismo costoso que divide a los colombianos, impide derrotar a los violentos y paraliza todo esfuerzo por alcanzarla. Es un dogma insustancial con espectro de catástrofe social, ética y política.
Y lo propio ocurre con la manipulación del descontento generado por los efectos sociales y económicos de la pandemia y las deudas insolutas con una sociedad que resiente la ineficacia de las instituciones y la corrupción rampante que las corroe. La intransigencia paulatinamente convertida en odio, como instrumentos para trocar democracias imperfectas por totalitarismo implacables, bajo ropajes engañosos de progresismos, responde a la tarea de convertir sueños etéreos en sufrimientos colectivos a perpetuidad, como lo evidencian los regímenes cubano, venezolano y nicaragüense. El comité del paro, no contento con haber contribuido a diseminar el covid, sumó a la enfermedad los costos producidos por la violencia y destrucción que promovió, y hoy conmina al Congreso a aprobar sin deliberación un paquete legislativo de su propia cantera, so pena de reanudar el vandalismo y hacer del odio y la destrucción las parteras de un régimen revolucionario, en la mejor tradición de los hermanos Fidel y Raúl Castro.
Todo ello viene construyendo un tinglado de intransigencia que exalta la imposición sobre la deliberación y sepulta la libertad de disentir o convenir alternativas, como si la solución a nuestros problemas se consiguiera con el decaimiento de las libertades y la imposibilidad de acuerdos. Ese escenario ya comienza a propagarse en países vecinos y suscita adhesión en el extremismo de Petro y las fuerzas que le son cercanas.
Vivimos una coyuntura que reclama consensos si no queremos naufragar en la reedición de fracasos ya conocidos en el continente. Paz, democracia, justicia, equidad y desarrollo son aún las metas por alcanzar y el temario de los acuerdos que las faciliten. Para ello se necesita una ética que todavía nos es esquiva.