Ir a la habitación de un hombre, en un hotel, en su casa, o donde sea que él considere está su madriguera y tiene su cama, es meterse en la boca del lobo, y todas lo sabemos desde jóvenes, aún desde niñas. Entonces ¿por qué tantas mujeres caen en la trampa?
Eso me preocupa y me molesta profundamente. Es difícil creer que mujeres occidentales, poseedoras de tanta libertad por décadas, que hablamos, leemos y escribimos constantemente sobre nuestros derechos y nuestra sexualidad, que hemos luchado por educarnos y trabajar a la par con el hombre, aún en carreras antes vedadas a la mujer, como el ejército y la policía, entren en la madriguera de un macho inocentemente, o lo dejen entrar a la habitación propia sin haber sido invitado, sin calcular el riesgo. Eso es “dar papaya”, como se dice en Colombia cuando se busca el peligro.
En estos tiempos de acusaciones diarias, cuáles son las explicaciones que más hemos oído dar a víctimas de dolorosos abusos sexuales cometidos en la habitación del agresor: “me tomé unos tragos en el bar del hotel y él me invitó a beber el último en su cuarto porque quería mostrarme algo, porque era mi jefe y me pidió que le llevara unos documentos, o tenía que decirme algo en persona y yo no me podía negar, porque quería entrevistarme para un trabajo y él hace sus entrevistas en su habitación. En fin, las razones son muchas y los resultados ya los sabemos, acoso sexual o violación.
¿Por qué actuar tan inocentemente? ¿Por qué no negarse desde el comienzo, si todas sabemos decir No? Claro, la necesidad de complacer para mantener u obtener un trabajo puede ser imperante, el miedo a represalias del macho rechazado, el exceso de alcohol, sensatez o confianza, todo juega un papel importante.
Pero partamos de la base de que un hombre correcto, por lo general, no invita a una mujer a su cuarto, así no más, y si ella es sensata, tampoco acepta la invitación. ¡Horror! Pero eso, dado el momento caldeado de acusaciones contra el sexo opuesto, no se puede decir, ni siquiera pensar. “La policía del pensamiento”, como llaman las intelectuales francesas al extremismo feminista que vivimos, me puede condenar.
¿Acaso la mujer occidental moderna, sobre todo aquella educada e informada, que es dueña de su vida y su cuerpo, oye noticieros, se mete en los medios, en el cine, en las redes sociales, se viste como le da la gana y toma y habla como un hombre, puede declararse una “caperucita roja”, incapaz de cuidarse en el bosque, o evitar meterse en la madriguera del lobo?
Repasando el libro “El otro sexo”, de Simone de Beauvoir, escritora y filósofa que revolucionó la idea de la femineidad en el siglo XX, queda claro que la mujer debe tomar responsabilidad de sus actos, si quiere ser tratada como igual. La mujer no puede colocarse en un pedestal moral que la convierte en víctima, siempre inocente, sin alternativas.
La paz entre los sexos es indispensable. Hoy estamos en guerra. Hay heridos en ambos bandos. El hombre debe ser nuestro aliado, no nuestro enemigo. Ojalá salgamos de estas escaramuzas más alertas, más sensatas y sabias, y los hombres más conscientes del respeto que les exigimos para consolidar la paz.