Gracias a la positiva pandemia, en la medida en que el dolor pueda ser positivo, se puede pensar en esto. “El hombre es un animal que come” según el materialista Feuerbach quién influyó en el pensamiento decimonónico de Marx. Esa sentencia da pie a matices. Si en efecto somos lo que comemos (como se cree) todo lo que ingerimos está mediado por la luz solar vía la fotosíntesis, es decir los humanos somos rayos condensados de una estrella.
En las memorias antiguas la ingestión de alimentos está mediada por un acto breve de meditación, previo a la mera deglución animal, acto que hace referencia a algo más allá de lo que hay en el plato.
En las 21 civilizaciones de la humanidad, la música es otro de los alimentos necesarios para la vida. Ella tiene, según descubrió con algo de retardo la ciencia positiva, la capacidad de transformar la realidad. Si se somete a una gota de agua a las vibraciones del canto gregoriano, gana en transparencia y resplandor. En cambio, si es sometida a las vibraciones de, digamos, Heavy Metal, se opaca. Ratones de laboratorio puestos a escoger, hacen sus nidos al amparo de Bach, pero evitan los sitios del rock. Son selectivos de sus discotecas. Pero claro los aficionados al Heavy encuentran dudoso el gusto musical de esos animales.
Hay una diferencia cualitativa entre la música llamada clásica y la otra. Y no es caprichosa.
La clásica genera ondas alpha en el cerebro de quién la oye aun si no la escucha. Y la de menor cualidad le produce ondas beta que no son creativas aun si las ignora.
La reconstrucción de Occidente como civilización está ligada a esas pedagogías invisibles que preservaron durante milenios los monjes. Sin ellas, salir de ese apocalipsis que supuso el hundimiento del imperio Romano occidental (que es el que nos concierne) habría supuesto muchos siglos más de oscurantismo.
El canto gregoriano casi sin instrumentos y como ejercicio de la voz, preservó tradiciones milenarias provenientes del oriente tanto judío como griego y ruso. Procuran que su canto y su vida se hagan uno, con la grandiosa sinfonía del universo.
Cuando no hace mucho algunas abadías benedictinas creyeron progresista dejar de cantar, sus monjes empezaron a debilitarse y a enfermar como lo narra la aguda investigadora Katherine le Mée. Y se curaron cuando algunos médicos les enseñaron de forma positiva lo que la tradición milenaria les había advertido y prescrito.
Pero hablar de formas buenas de comer o de escuchar en una época de fast food es anacrónico. El imperio en decadencia ahora (y siempre) descarta eso ante la velocidad de su trajín urbano “moderno”. Bajo este nuevo y ya declinante imperio, algunos están demandando a los McDonald’s por haberles deformado el cuerpo, lo cierto es que esa deformación también revela su alma, y su carencia de ella.
Respetando a Feuerbach y a Darwin, somos precisamente la culminación de la conciencia del universo, la sonata de su autoconsciencia.