Los escoltas de la UNP me han contado como se han sentido con la llegada de los miembros de las Farc a la entidad. Cuentan cómo se muestran unos a otros las placas que los identifican como agentes de protección, como salen en camionetas nuevas. Los viejos escoltas son en su mayoría militares y policías retirados y miran con zozobra cómo los miembros de las Farc tienen contratos directos con el Estado, a término indefinido. Mientas ellos dependen de un operador, con contratos temporales; de manera que si no pertenecen a un esquema de protección simplemente dejan de recibir el sueldo. A los de las Farc les van a pagar viáticos que alcanzan los 150 mil pesos diarios, mientras los otros no tienen ese derecho. Por los escándalos de corrupción de los directivos de la UNP en asocio con los operadores, se suspendieron los viáticos para los escoltas que pertenecen a ese sistema.
No tengo que explicar la frustración de quienes han estado en la legalidad, y tienen que soportar que a los asesinos y secuestradores se les otorguen beneficios que ellos no tienen. El precio de la paz, dirán algunos. Para mi es evidente que este camino no conduce ni a la reconciliación, ni al perdón y mucho menos a la paz.
Cuando el Estado premia el crimen da un mensaje muy poderoso y confuso a la sociedad. Por una parte, termina por justificar la violencia, pues para cesarla todo se vale. La vuelve buen negocio. Y por otra alienta la idea de que el colombiano que no es criminal tiene el deber, la obligación, de ceder. Este colombiano tiene que perdonar, aceptar y persistir en comportarse bien, aunque por ese camino no le toque más de eso: aceptar que a los malos les va mejor.
La peor corrupción moral es está. Se confunde el bien con el mal. Y no se trata de ser moralista o simplista en los juicios. Se trata del aprecio al parámetro más elemental de la vida en sociedad: el respeto a la ley. Quien la cumple y quien no, debería determinar la acción del Estado sobre cada uno: castigo para el delincuente, apoyo para el ciudadano. Ese es el sentido de la justicia. Aducir el perdón como argumento para justificar el premio al delincuente es innecesario. El perdón es individual y humano, nada tiene que ver con la operación del Estado.
Ahora resulta que los criminales de lesa humanidad no sólo no pagan cárcel, van al Congreso sin votos, sino que además nos demandarán si nos atrevemos a mencionarles su pasado. Ser asesino, secuestrador y narcotraficante no es una categoría que requiera un ejercicio hermenéutico; es una categoría que se materializa por la realización de unas conductas. Que Santrich es ciego y por lo tanto no mató directamente, que es ideólogo. Ideólogo que consideró que asesinar, secuestrar y traficar drogas era necesario. Es autor intelectual. Es responsable. Es asesino.
Colombia debe esforzarse por evitar el relativismo moral hacia el que avanzamos. Todo da lo mismo. En medio de la angustia de la ciudadanía por la creciente corrupción, disuena está postura de que nada es realmente malo. Hay cosas que son socialmente inaceptables y la única manera de marcarlas como tal, es el ejemplo. De nada sirven los discursos sobre los valores y la importancia de la educación, cuando en la realidad el crimen es conduce al éxito.