Año y medio después de la aparición del covid-19, la crisis sanitaria que ha provocado se extiende a debates y desencuentros que afectan la capacidad de superar sus peligros y amplían la controversia hacia suposiciones y contradicciones que son muy propias de las circunstancias que vivimos y que afectan por igual a todas las poblaciones del planeta. En un principio, se confío en la capacidad de la ciencia para encontrar antídoto que frenara la extensión de la pandemia y contrarrestara sus efectos letales que se avizoraban apocalípticos. En un tiempo sin precedentes en las luchas contra pandemias anteriores se produjeron vacunas destinadas a inmunizar a las poblaciones contra la malignidad del virus enemigo y a normalizar todas las actividades amenazadas y debilitadas por él.
El alborozo se vio rápidamente suplantado por una visceral oposición que empieza a crecer por doquier y que parece obedecer a las falencias que hemos venido acumulando sin percatarnos de sus indeseables efectos. En días pasados, en Colombia apareció el movimiento antivacunas, que toma fuerza en EEUU y Europa, y amenaza propagarse por el mundo al amparo de la prevalencia de las redes sociales que hoy mantienen comunicados a los ciudadanos en tiempo real, que no descansa en sólidas evidencias, sino en suposiciones conspiratorias o concepciones egoístas del libre albedrío, pero con alcances mortíferos sobre las sociedades.
Ignorar la capacidad de la ciencia para superar los desafíos de la humanidad equivale a desconocer su historia e invalidar arbitrariamente el factor que ha permitido su continuidad y supervivencia. Corresponde a actitudes que la historia registra y cuya superación ha permitido la preservación de la especie con todos los altibajos que les son propios, y comprender sus fuentes y orígenes.
El rechazo a las vacunas parece fundarse en la desconfianza creciente en las instituciones que ha llevado a cuestionar fuertemente la competencia del Estado para fijar límites al libre albedrío en procura del interés general. Obedece a una descomposición creciente del espíritu cívico que se expresa en la desconsideración de los deberes del ciudadano con la sociedad, estimulada por los discursos libertarios de las últimas décadas, que propugnan el advenimiento de sociedades horizontales que permitan la sumisión del bien común a los intereses individuales, sacralizados como único paradigma de las supuestas sociedades modernas.
En las sociedades así diseñadas no hay espacio para el disentimiento y, por consiguiente, para el consenso o los acuerdos, con lo que se convierte el silencio en la única actitud de vida permitida. Podemos alcanzar el sumo de la sinrazón, consistente en que, por erigir altares a libertades sin fin, terminemos condenados a la unanimidad dictada desde el poder.
La pandemia no debe servir de mampara para esconder el choque de culturas de la que ella hace parte y caracteriza al mundo contemporáneo. Contiendas de ese carácter siempre se han caracterizado por el uso malicioso de los valores de la civilización atacada para alcanzar su derrumbamiento. Democracia y sus libertades, despojadas del valor tutelar del bien común, son hoy las armas usadas en su contra.