En medio de la profunda crisis ética que sacude a la Corte Suprema de Justicia, no se entiende que su presidente decida terciar maliciosa e intempestivamente en unas diligencias judiciales que ahora escapan a su competencia, y en las que se declaró impedido cuando cursaron por su despacho. En sus engañosas declaraciones, no contento con descalificar a priori el trabajo de la Fiscalía, cuyos argumentos solo se conocerán en la audiencia programada por la juez de conocimiento para el 6 de abril de 2021, la síndica de contubernio con la defensa, contra la que también arremete por supuesta violación de la reserva sumarial, actitud que evidencia cuando menos confusión, por no decir ignorancia del sistema acusatorio.
Nada tenía que decir el magistrado Hernández y al hacerlo violó intencional y descaradamente sus obligaciones y deberes de imparcialidad e independencia, consustanciales a la recta administración de justicia y por ello a su indeclinable legitimidad. Sus afirmaciones constituyen reprobable e inaceptable intimidación a la juez competente y a su independencia, por ser ella subalterna suya en la organización jerárquica del aparato judicial colombiano. Con ello, solo revela sus pasiones políticas, sus sesgos ideológicos y las malquerencias que ellos engendran, que con anterioridad había desplegado, junto a su colega Barceló en insólita entrevista en reconocida cadena televisiva. No es ese comportamiento correcto, aceptable y legitimo en quien desempeña la presidencia de la más alta Corte de la Jurisdicción Ordinaria en Colombia.
Con su indebida e inapropiada intervención no solo vulneró la garantía constitucional al debido proceso, derecho fundamental de todo ciudadano inmerso en procedimientos judiciales y administrativos en Colombia, sino también los estándares internacionales sobre independencia judicial reconocidos por la ONU, y con ello pretendió afectar la integridad moral de la Fiscalía y de la defensa, lo que al menos constituye falta disciplinaria gravísima a título de dolo. No se trata de un desliz ocasional, sino de una actitud que riñe con los más altos estándares éticos y profesionales de quien ostenta la representación de la Corte Suprema de Justicia y que contribuye al malhadado declive de la institución que hoy sospecha con inquietud la ciudadanía colombiana.
Es, por lo tanto, una actitud que no se debe pasar por alto. Vivimos ciertamente tiempos de incertidumbre que reclaman conductas apropiadas y legitimas en quienes integran y conducen las instituciones colombianas. Tiempos azarosos exigen personas que en sus conductas obedezcan a las más altas cumbres de probidad, competencia, saber y capacidad para mantener la cohesión de la nación. No podemos resignarnos al manejo errático de las autoridades en quienes depositamos la capacidad de preservar la integridad de nuestras instituciones, fortalecer nuestra democracia, consolidar nuestros derechos fundamentales y auspiciar tolerancia, dignidad y convivencia entre todos nosotros.
Este lamentable episodio debe responderse no solo con la audiencia el 6 de abril que nos confirme la majestad, imparcialidad, independencia y legitimidad de la justicia, sino también con las decisiones internas de la Corte Suprema de Justicia para que no se repita en el futuro.