Nos han informado ayer que el cáncer que tienes es terminal. Te vas a morir un día, que hoy parece acercarse. Me gustaría poder hablarlo contigo, que me dijeras que a pesar de tu ausencia estaremos bien.
Pero te has quedado atrapado detrás de tu cara. Yo sé que me entiendes y a veces te entiendo, solo a veces, porque otras me pierdo entre las palabras que pronuncias, que me buscan, y que a pesar de llegar a mis oídos no logro descifrar.
Me gustaría decirte cuánta falta me haces para conversar sobre los difíciles momentos de Colombia. Oírte opinar y decirme cómo enfrentar esta Colombia que, otra vez, parece precipitarse hacia el abismo. Sé que tendrías alguna idea genial, como cuando me sugeriste que en vez de defender el No, y rechazar el acuerdo de paz propusiéramos un mejor acuerdo, su modificación, lo que sin lugar a dudas cambió la historia del No.
He pensado que desde tu silencio te has ido relegado, a un lugar lejano. Y que tu presencia es ahora esa la sutileza del estar; ahora amenazada. Y eso lo poco, ahora parece muchísimo, inestimable, imprevisible y todas estas palabras que tratan inútilmente de aprender lo que es infinito.
Has sido siempre generoso, con lo que tienes, con lo que compartes, por cómo quieres. De ti recibí el amor más grande, nadie me ha querido como tú. Y eso que me siento muy bien amada. La gente que nos conoció siempre se sorprendía por cómo el mejor papá del mundo si existía y eras tú.
Me acuerdo de mi tía Diana diciendo que a los niños no se les podía dar tanto gusto, no se les debía consentir tanto, se les debía poner algún límite; que nos echarías a perder. Y no nos perdimos a pesar de toda la malcrianza, porque tu amor poderoso y creador siempre fue la cerca segura para nuestras vidas y nuestros sueños.
De ti aprendí el amor por Colombia y la manera de vivir de manera sencilla, sin pretensiones ni soberbias. Un carro es suficiente porque uno no puede manejar dos al tiempo. Ese desprendimiento de todo cuánto fuera material, porque ni en la fortuna ni el dinero ni el poder, tocaron tu corazón, que latía solo por lo que amabas.
Ahora lo único que le pido a Dios es que te lleve de su mano. Que dejes el cuerpo como lo dejan los Santos, con la tranquilidad de quien cae en el sueño con la certeza de amanecer en una mañana tibia de cielos azules y cantos de pájaros. Una mañana en Rioblanco, babaquito, visto desde la curva alta antes de llegar al río. Ahí entre los árboles la ventana curva y las paredes blancas, desde nuestro Jeep blanco y yo mirándote y pensando que un día yo lo manejaría -como tú me decías- y temiendo entonces y desde entonces tu muerte. Haciendo cábalas sobre cómo moríamos al tiempo, para nunca tener que vivir ese día en que no estuvieras. Ese día del que he sabido siempre y que he temido siempre.
Papá no siempre he sido tan buena como quisiera y las fatigas de la vida no me excusan. Perdóname por todas las fallas, perdóname por todas las faltas y por las que todavía me quedan por cometer. Sé que me enseñaste que siempre se puede ser mejor, que siempre es posible dar un poco más y que el camino de la perfección es un empinado, y que en las alturas hace frío. Aquí seguiré por los días que me queden honrando tu memoria, porque hay hombres que dejan una obra, hombres que empeñan su vida en una profesión, hombres que dejan una herencia; tu vida la dedicaste con abnegación absoluta a la crianza de nosotros, tus hijos. Nosotros somos tu obra, en cada palabra, en cada acto, en cada paso, está tu huella indeleble.
Y Dios nos concedió esa gracia. Moriste de la mano de la Virgen y en su día, con tus hijos rezando el Rosario a tu lado, en el misterio de la buena muerte y evocando un día soleado de viento poderoso y árboles muy verdes, a la orilla del Rioblanco rodeado de todos los que amas y te aman.