“En los años de nuestra vecindad predominó la risa”
Cuando Jorge Luis Borges cumplió los 80 años, lo convidé a cenar con mi familia en Buenos Aires en compañía de las hermanas Adela, y Mariana Grondona, novia en su juventud. Pero fue Adela la que evocó el lejano pasado cuando fue apresada por orden de Eva Perón. En la redada detuvieron también a la madre de Borges y Nohora, única hermana del escritor. Las encerraron en una prisión con las prostitutas. En una manifestación, había pronunciado con demasiado énfasis, la estrofa del himno argentino “libertad, libertad, libertad”. Así se desquitó con esas familias de vieja tradición porteña, a las que detestaba.
Después Perón, al regresar al poder, para humillarlo pretendió trasladarlo de su cargo como bibliotecario, a un puesto en un mercado como inspector de gallinas, aves y conejos. Él quedó en la calle. Estando Adela en esa áspera evocación, Borges lloró. Entre sollozos dijo que, en esos años, él despertaba angustiado pensando “me estoy quedando ciego, no tengo riqueza, mi madre depende de mí, y el hombre más poderoso del país es mi enemigo.”
Conmovido recordé su poema “El infierno de Dios no necesita el esplendor del fuego”.
Él sufría así las consecuencias de haber denunciado con solitario coraje la alianza bélica de Stalin y Hitler, justo durante el auge en Argentina del filo fascismo peronista y la izquierda estalinista. Con su estilo conciso develó la atrocidad moral de esas dos titanomaquias para las que el principio de no matar era mero escrúpulo de vegetarianos.
La enconada inquina continuó durante décadas. Por motivos políticos se le escamoteó el premio Nobel que merecía. Ese veto provino de un longevo académico sueco quien anteriormente había recibido el premio Lenin otorgado por la URSS. Cumplió con su deber ideológico. Tal como lo hizo el portero de mi edificio quien, al verme llegar una noche con Borges, desconectó el ascensor y nos dejó atrapados. Era el jefe peronista de la zona. No le importó tampoco mi condición de Cónsul. La administración se disculpó, no más.
Pero soslayemos esas miserias. Borges gozaba de un humor metafísico, fue un ser sonriente. En los años de nuestra vecindad predominaron la risa y sus motivos que evoqué en algún libro.
Una vez contó que, tras morir su anciana madre, había quedado con la clara sensación de que ella aun lo acompañaba en su departamento y que, en cualquier momento, lo iba a llamar a conversar como solía. Sonriente recordaba, que doña Leonor al cumplir los 99 años, estaba cansada ya de vivir. Como la sibila de Cumas, pedía morir, pero no podía. Y se quejaba por “ese despiste de Dios que me ha regalado el pasaje de venida, pero olvidó darme el de regreso.” Cuando poco después le llegó el fin, según un cronista, uno de los deudos le dio el pésame a Borges lamentando que ella no hubiese completado los cien años de edad. Él con agudeza le respondió: “me parece que usted exagera los encantos del sistema decimal”.