La captura de “Otoniel” entraña un importante logro político del gobierno y un extraordinario éxito operacional de la acción conjunta de la Policía y las Fuerzas Militares colombianas, pero no debe entenderse como el principio del final de la organización criminal del Clan del Golfo, ni como un paso decisivo en la recuperación de la seguridad que todos anhelamos. Situaciones similares en el pasado nos han enseñado que la muerte de los líderes del crimen organizado no implica el final de la organización, sino la reorganización de su liderazgo después de sangrientos ajustes de cuentas, o su fragmentación en estructuras nuevas al mando de liderazgos emergentes, Cualquiera que sea la variante resultante, incrementará la inseguridad en las regiones que padecerán el dantesco escenario de prevalencia entre las distintas organizaciones y carteles que se disputan el control territorial y los réditos del narcotráfico y la violencia.
No debemos ocultarnos la evidencia de que la restauración de la seguridad exige la recuperación y el control por el Estado de todo el territorio nacional. Al amparo de su ausencia, se ha perdido el ejercicio de las obligaciones y deberes del Estado e incrementado los dictados de la ilegalidad y el delito a manera de ley, cuyas infracciones tienen por pena principal la muerte y el destierro.
Es cada día más evidente la presencia de la red transnacional del narcotráfico en muchos espacios del territorio nacional que hoy procura extender sus tentáculos a ciudades capitales de departamentos fronterizos. Constituye una amenaza sin precedentes a la soberanía nacional que se acrecienta cuando favorece los intereses de gobiernos como el de Maduro, que finca su supervivencia en las complicidades que le deparan el narcotráfico, la minería ilegal y la carrera armamentista prohijada por potencias extracontinentales involucradas en desafíos por la prevalencia orbital. Hoy, son más de quince mil hombres de organizaciones criminales alentadas y protegidas por el gobierno ilegitimo de Venezuela, que desplazan poblaciones, asesinan miembros de la Fuerza Púbica, desaparecen contradictores y establecen alianzas con actores políticos afines que les permita decidir sobre la vida y muerte de los ciudadanos.
El propósito parece ser el de reducir el problema al simple dilema de si Otoniel debe extraditarse o someterse a la benevolencia de la JEP, ya probada en el caso de alias “Santrich”, pero enmendando el epílogo de todos conocido. La represión y reducción de los alzados en armas en una democracia constituye una obligación política, con fundamento constitucional ineludible, y no puede ser objeto de transacción cada vez que convenga a los intereses de los delincuentes. El narcotráfico no es delito conexo al delito político.
La seguridad es presupuesto esencial del orden social y requisito indispensable de la soberanía nacional. Es por lo mismo condición indefectible de legitimidad de la institucionalidad y debe constituir el propósito que nos permita rescatar la solidaridad y alcanzar los propósitos nacionales que hoy se nos exigen. El país necesita nuevos consensos que no provendrán de la confrontación petrista, ni de la indefinición centrista. Es hora del acuerdo sobre lo fundamental.