En las elecciones del 2019 las victorias de los candidatos alternativos, principalmente las logradas en Bogotá, Medellín y Cali, suscitaron la percepción de apertura en el escenario político colombiano. Fueron celebradas con bombos y platillos, replicadas por la mayoría de los medios y consideradas por comentaristas y usuarios de las redes sociales como el advenimiento de una nueva época en el manejo de la política y del poder. Hoy, esa efervescencia se ha diluido en un sentimiento de desencanto generalizado, por cuenta de erráticas decisiones y de la ejecución de agendas que permanecieron ocultas en el trasegar de las campañas.
Claudia López ha resuelto controvertir en vez de gestionar y administrar. Enfrentó la pandemia con improvisaciones que pretendió ocultar con su permanente rencilla con el presidente y su gabinete, actitudes que siguen cobrando vidas en la ciudad y que representan la mayoría de las muertes en Colombia. La seguridad ciudadana se descompuso al ritmo de su inquina con la Policía, cuya labor sistemáticamente obstaculiza y procura demonizar y deslegitimar. Los subsidios y ayudas se entregan a manera de dádiva y sus destinatarios son reprendidos y humillados en el ejercicio de sus labores de subsistencia. La ejecución de sus programas se concentró en superar a Petro en el reparto de mermelada y su único galardón ha sido el de sus retractaciones por mandato judicial.
El novel alcalde de Medellín no obra por impulsos temperamentales, sino con el claro propósito de subsumir lo privado en lo público en obedecimiento a su credo ideológico, mediante la ejecución de las herramientas procedimentales necesarias para tal efecto. No importa que con ello amenace la prosperidad de la ciudad construida gracias a la colaboración del sector privado en la realización de las políticas públicas y en la satisfacción de los servicios al ciudadano. Allí, ni el alarde tecnológico del alcalde logró contener la propagación del virus y su enorme costo en vidas. Allí, también, revivió la mermelada que se dispensa a raudales a quienes comparten su agenda y objetivos, sin que tampoco lograra combatir la inseguridad y la delincuencia que diariamente golpea e intimida al ciudadano.
En Cali, el alcalde ha resuelto espantar los flagelos del virus y de la inseguridad con otros programas, pero igualmente ineficientes, buscando conjurar sus efectos con un relajamiento permisivo ante la fiesta y la rumba, seguramente considerados antídotos ante las amenazas presentes.
Las políticas en las tres ciudades parecen la aplicación de la “estrategia del caracol” que permite el desmantelamiento de la casa, con conservación de su fachada, hasta la hora de su destrucción final. Podría inspirar las propuestas presidenciales progresistas en las que Colombia Humana suscita miedos y la batuta indecisa y etérea de Fajardo despierta incertidumbre, porque en esos lares el canon ideológico prima sobre la realidad.
La paz no se decreta, se construye. Crear normas y situaciones pétreas equivale al imposible esfuerzo de detener el futuro. Necesitamos un acuerdo que permita reconciliar el pasado reciente con las exigencias del futuro inminente.