“El futuro se ha vuelto muy extraño”
La técnica precede a la ciencia. El uso de la brújula antecedió la teoría del electromagnetismo, varios siglos.
La técnica es una brigada que se adelanta en un territorio desconocido. No sigue las órdenes del comando científico, comando que no tiene idea de la topografía ni de los peligros que ese nuevo descubrimiento puede producir. Incluso a veces la teoría científica dificulta el avance técnico: “Las máquinas voladoras más pesadas que el aire jamás volarán.” (Lord Kelvin). “El viaje espacial es una soberana tontería” (Riel Wooley, astrónomo inglés). Y en esos momentos los científicos legislaban para un mundo que no conocían y al cual le bastaba con existir a pesar de sus opiniones.
El burlón de Voltaire, quien vivía pleiteando con los científicos de su época, relata el caso de un hombre que sufrió una pedrada en un ojo, fue donde su médico y este le pronosticó su pérdida como algo fatal e inevitable. Sin embargo, el paciente se curó. Y el galeno para no perder prestigio académico recorrió las universidades demostrando, en rigurosas conferencias, el por qué su paciente debía haber quedado tuerto.
El futuro se ha vuelto muy extraño. Como los inventos son útiles, su uso se generaliza. En ese momento dejan de estar regidas por la razón (por una ratio) y participan de las virtudes del reino del caos, de la absoluta incertidumbre. Y lo que parecía una solución feliz, puede devenir en una pesadilla. Pensemos en la edad del plástico, por ejemplo, y el envenenamiento del océano.
En los últimos decenios hay dos Frankenstein salidos de control. Simpatizamos con ellos y de ningún modo los vamos a extirpar por amenazantes que sean. En sí mismos no son malos, como ocurre con el monstruo en la novela de María Shelley, sino que el engranaje social en donde surgen los convierte en asesinos.
Uno de esos monstruos es el magnífico avance en la química y biogenética del cerebro. El otro Frankenstein es la conjunción de la inteligencia artificial y la intercomunicación global, que ya amenaza el empleo de las tres cuartas partes de la humanidad.
Con el control del cerebro los gobiernos o los consorcios podrán, en cosa de veinte años, “hackear” directamente a la persona. Espiarlo no desde fuera como lo hacía la Policía o manipularlo como lo hacen los comerciales, sino desde dentro de su propia cabeza, como si fuese un aparato.
La vida de Alan Turing va al punto. Pionero de la inteligencia artificial, descifró el código nazi durante la guerra y es un héroe para los milenios. Cuando dejó de ser útil, el gobierno de su majestad lo hizo castrar por ser homosexual. Se suicidó a los 41 años de edad.
Ese tipo de gobierno fue considerado el paradigma de la justicia. Pero, paga hoy el sueldo de cincuenta agentes para que día y noche vigilen al que reveló al mundo los secretos de WikiLeaks. ¿Qué pasaría con esa técnica en peores manos?