Es difícil pero no imposible entender lo que significa Trump como síntoma de un diagnóstico mundial. Difícil por sus groseras intemperancias verbales y su opulenta miseria como persona. Y por la acogida de su estilo entre los sectores más peligrosos del planeta como Putin en Rusia, la racista Le Pen en Francia o Uribe en Colombia. Es difícil porque él trata problemas mundiales a menudo como un negocio de específicos y no como un estadista. Pero detrás hay un concepto.
El asunto se aclara al pensar en el planeta dentro de un siglo. Si creemos que la tendencia de la historia del último milenio tiende a desembocar en un gobierno universal que permita colonizar al resto de los planetas como la saga comunitaria de todos los que compartimos el mismo ADN. Y que procesos unificadores como la Internet, que facilita un entendimiento universal e inmediato sin interferencias locales, son lo que caracterizan esta nueva época. Entonces el nacionalismo de Trump luce anacrónico. No es posible ante los retos de la contaminación global, la superpoblación, la proliferación de armas atómicas, creer que doscientos gobiernos, unas cuantas multinacionales y una elite en la que solo ocho individuos se apropian el equivalente de la mitad de los otros seres humanos del globo, salvaran a la humanidad.
Un plan de paz universal por utópico que parezca, por ingenuo que luzca, parece necesario . No se podría decir cómo será, pero en cambio vemos con cierta certeza que la actual configuración mundial no logra solucionar las exigencias del mundo.
La demografía permite que los países asiáticos tengan un mercado cautivo que abarata los costos. Para contrarrestarlos occidente buscó crear bloques de países de libre comercio desde la última gran guerra. Estados Unidos se puso a la vanguardia de ese modelo. Ahora teme no ser capaz de continuar con ese liderazgo e intenta regresar la corriente histórica. Me parece que eso no es posible, si bien la acogida de esos nacionalismos anacrónicos es un síntoma, también universal, de que ese modelo está haciendo agua. La ONU, atada como lo está a las autonomías locales, no tiene mayor injerencia de la que los países componentes le otorgan y se vuelve en un hazmerreír global como se nota en el conflicto Israel- Palestino. Estados Unidos aún puede desestabilizar pero carece de energía creadora y liderazgo para solucionar, en serio, nada desde la guerra del Vietnam. El adormecido sentimiento antiimperialista tiene ahora una arista que antes de Trump no existía, la del desprecio.