Nos hallamos inmersos en una crisis de gran magnitud que afecta la credibilidad y legitimidad de muchas instituciones y apunta a socavar los cimientos del régimen democrático. El creciente desprestigio de las ramas del poder público, el rechazo a la clase política y el repudio a una cultura de ilegalidad que se ha apoderado de buena parte de la gestión pública y de la actividad privada, siembran el escepticismo de las gentes sobre el futuro de la nación.
A ello se suma la crisis de valores y principios que genera una fuerte desarticulación del tejido social con sus efectos sobre la solidaridad, la seguridad y la confianza ciudadana. Ello produce un natural desasosiego en la opinión pública que no avizora los anclajes que permitan recobrar el rumbo de un régimen huérfano de la confianza ciudadana. Los índices de aceptación del desempeño del poder ejecutivo, del prestigio del legislativo y de la credibilidad del judicial decrecen en cada medición, inmersos en fuertes cuestionamientos que socavan su legitimidad.
La esperanza de la paz se diluye en medio de las desorbitadas concesiones a las Farc: la impunidad para los responsables de crímenes de guerra y de lesa humanidad; un Tribunal omnímodo ajeno a las garantías procesales y carente de controles; la sustitución de la Constitución para dar paso a cogobiernos con los victimarios; una política agraria regresiva y sembrada de coca, heroína y marihuana; y todo adobado por la incapacidad del Gobierno en la verificación de la desmovilización y desarme de los insurgentes.
A ello se suma el escándalo de Odebrecht que afecta la legitimidad del poder ejecutivo, afligido por el decrecimiento de la economía, la confiscatoria reforma tributaria, la crisis insoluta de la salud, la inseguridad ciudadana, la incredulidad de los colombianos y el sentimiento de que se hizo tarde para enderezar el rumbo del país. Con el sol a las espaldas, su gobernabilidad se deteriorará al compás de las revelaciones del escándalo y de la disolución de la Unidad Nacional.
Los partidos naufragan en medio de escándalos éticos, divisiones internas y adicciones a la mermelada gubernamental, factores que presagian la extinción de las colectividades históricas que tardíamente se percatan que ellas también mueren.
La justicia politizada, inoperante, preocupada por sus prebendas, paralizada por su ineficacia, sumisa ante el poder ejecutivo, no cumple con su misión y abre la puerta a vindicativa y delictual justicia privada que entroniza la ley de la selva en la vida social.
La capacidad de superar estos retos determinará el resultado de la elección presidencial y el nuevo propósito de un país que aún sueña con progreso, desarrollo y bienestar de sus gentes.