Más del 3% del producto bruto interno de los países de América Latina se pierde por la corrupción. En la ONU cuando se les recordaba a los países desarrollados su compromiso de ayuda internacional para el desarrollo del continente, los delegados anotaban que cuando esas ayudas se efectuaban, solían engordar de forma protuberante las cuentas privadas en los paraísos fiscales de los dirigentes de los países beneficiados. Y que esas ayudas en muchos casos no llegaban a su destino. Esa imagen de corrupción oficial que en algo se había cambiado, vuelve a estar vigente para centro y Suramérica, en el último decenio.
Odebrecht es hoy en el imaginario colectivo una asociación para delinquir, un soborno, y no se la percibe como una firma.
Cualesquiera de sus socios se ven salpicados por cualquier vínculo con esa compañía que ayer parecía trasparente. Así es como opera la imaginación colectiva, es atemporal, qué se le va a hacer. Y esa imaginación es universal, aquí o Cafarnaúm. Y el poder de esos imaginarios es un poder real, a tomar en cuenta.
Si a eso se añade la tradición del manejo de los dineros públicos, de la justicia, la súper concentración de la riqueza en los países en donde maniobró, el desastre de esa apariencia se completa.
En Brasil, Ecuador, y Perú hay varios expresidentes procesados por esos vínculos, pero las consecuencias no cesan. Gravita aun ese imaginario. En Venezuela, en donde las coimas fueron más altas, no hay denuncia alguna. Allá (esa es la percepción), el gobierno además detiene y luego suicida a los políticos opositores.
En Colombia las averiguaciones no han rozado los más altos mandos políticos o financieros, el fiscal general a cargo ha sido un subalterno de una firma involucrada. Y los testigos tienen también la extraña manía de suicidarse en familia poco antes de declarar. Lo cual es un aporte tropical al significado de la palabra suicidarse, que ha devenido en verbo participativo.
Desde luego en el interior de América Latina las personas tienen poca confianza en sus instituciones. Sienten que la justicia a menudo falla, preferentemente en beneficio de intereses cuestionables. Que rara vez toca a los poderosos y que es lerda, y aun cuando alguna vez acierta, se mueve a una velocidad rezagada que no corresponde al afán del siglo.
Si a eso se une que la clase dirigente colombiana es la única del hemisferio incapaz de crear un estado incluyente, y que es también casi la única del mundo con un conflicto de nacionales armados que la combaten, la imagen resultante enloda lo bueno que el país esconde. Sus innegables logros y potencialidades.
Sin una justicia creíble que apuntale un mejor imaginario, no se puede construir una nación. Cuando el Fiscal general resulta desacreditado y poco creíble, lo patriótico seria cambiarlo. Y no esperar investigaciones llamadas exhaustivas que en efecto lo son: nunca terminan, prescriben. Y, sobra decirlo, ese imaginario no cambiara con un mero maquillaje, ad-hoc.