Unos de los efectos inesperados de la pandemia ha sido el de atizar el inconformismo creciente con las instituciones surgidas de los procesos de integración y cooperación en varios continentes. La insolidaridad de los estados miembros que mantuvieron la producción de tapabocas, ventiladores y medicamentos y de sus farmacéuticas, avivó esa desconfianza en unas instituciones que paulatinamente se fueron convirtiendo en vehículos de Ideologías de deconstrucción y no de creación, refugio dorado de activistas y militantes, y arúspice pretensioso de épocas traumáticas, que luchan por imponer a cualquier costo, incluido el de la fractura del sistema que han infiltrado.
En la Unión Europea han surgido las primeras manifestaciones que desafían la prevalencia de las disposiciones comunitarias sobre los ordenamientos constitucionales de los Estados miembros, expresadas en sentencias de la Corte Suprema de Alemania y en la de Polonia, ambas coincidentes en que la competencia de los órganos de la Unión se limita a los asuntos que expresamente se le han delegado. Consideran que la soberanía es un atributo de estados soberanos que ejercen control sobre un territorio determinado, cuyas instituciones se fundan en la voluntad popular conferida por la soberanía que les es intrínseca. Por consiguiente, no existe el pueble europeo que ejerza tales potestades, muchas de ellas prerrogativas de la soberanía y voluntad populares expresadas democráticamente, ni pueden organismos comunitarios, incluidas sus Cortes de Justicia, decidir sobre asuntos propios y exclusivos de la voluntad popular de cada estado soberano.
La invasora presencia en la burocracia y en las Cortes de la Unión Europea de personas provenientes de la organización Open Society Justice y de las onegés que ella financia con abundancia, ha obligado a investigar, no solamente los posibles y eventuales conflictos de intereses que se han dado, sino también la promoción de elementos culturales traducidos a concepciones político-ideológicas contrarias a las que sustentan las instituciones y la voluntad popular de los estados miembros.
Si por los lados de la Unión Europea llueve, en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos no se escampa. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha venido albergando exclusivamente a personas provenientes de Open Society y de las onegés que ésta financia, a tal punto que en su nómina hoy parece no haber espacio para comisionados independientes, situación que se pretende consolidar con la propuesta de un Comité Consultivo, sin participación de los Estados miembros, responsable de dictaminar la idoneidad de los candidatos nominados a ocupar asiento en la Comisión. De lograrlo, se aseguraría la preeminencia y continuidad del sesgo ideológico que caracteriza sus intervenciones y recomendaciones que cada vez adquieren un carácter intervencionista abusivo de sus competencias y misión, paradójicamente cuando afectan regímenes democráticos, siempre abiertos a garantizar el respeto de los DDHH de sus nacionales.
En Colombia ese pernicioso virus parece contagioso. Así lo atestigua la insólita e inconstitucional proposición del Senado creando una comisión binacional con Venezuela para normalizar relaciones diplomáticas y verificar las buenas relaciones comerciales entre ambos países, atribuyéndose olímpicamente competencias del presidente de la República. Ver para creer.
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