Han cambiado las cosas desde la sombría pandemia del 2020. Antes, uno llamaba por celular a cualquiera persona y por lo general esta respondía; hoy lo piensa dos veces antes de hacerlo, pues de entrada se cree que es una indebida intromisión en la privacidad del receptor -que se volvió quisquilloso- como si permaneciera latente el riesgo inmediato de contaminación viral, aún por celular.
Otrora, uno timbraba a un despacho público -a un juzgado, por caso- y de allí respondían, a veces secamente, pero lo hacían. Hoy nadie responde, como si la pandemia nos hubiera dado licencia para hacernos los de la vista ciega y los oídos sordos. Si llevamos un oficio a un despacho, no lo reciben, porque no se puede entregar directamente (un encarte, una responsabilidad adicional para quien lo toma quien, además, debe estampar su rúbrica) o como si no pudiese haber más contacto directo con personas y documentos: todo hay que “subirlo a la nube”, para enfriarlo, para descontaminarlo y entonces toca enviarlo por e-mail.
Hoy nuestro relacionamiento se ha vuelto impersonal, mediático. La virtualidad nos volvió reconcentrados, desconfiados, temerosos, pero también perezosos, y nos hizo apegarnos más a los medios de intermediación alternativa de la relación personalizada. Hoy toca pedir permiso para “cometer el atrevimiento” de marcar un teléfono directamente y pocas veces se responde, pues el receptor se escuda en: mándame por whatsApp o por mail tus datos de contacto y el propósito de tu llamada. “Efecto nube”, como para seguir todos viviendo por allá en las nubes y aterrizar solamente cuando lo creamos conveniente, cuando nos dé la gana, o cuando nos toque hacerlo.
Anteriormente, el aparato telefónico era un medio de comunicación rápido y efectivo para impulsar el desarrollo normal de nuestras actividades familiares, académicas, sentimentales y de orden laboral. Pero hoy, contestar una llamada de un número desconocido se ha vuelto una aventura peligrosa y probablemente trágica. Si -con la ayuda de un niño- logramos instalar un sistema gratuito de identificación del origen de las llamadas, veremos que un 35% de ellas son fake, propaganda comercial o política, intentos de cautivar inocentes para estafas virtuales en el sistema bancario o de servicios tipo telefonía móvil e internet, o provienen de “cansones” intensos que a deshoras ofrecen productos y servicios desde call centers y con frecuencia le aparecen a uno letreros tipo “llaman y cuelgan”, “estafas de empresa tal”, y hasta “alerta, llamada para estafa desde una cárcel”.
Y si uno, ya rendido, decide contestar, como para desactivar la estridente e intensa “corneta”, como le ocurrió a una hermana, ante una insistente llamada del banco y el interlocutor le pregunta, apurado, si está efectuando en ese instante una compra por internet y ella, alarmada, le dice que no, entonces allí cae presa del timador de turno que le pide sus datos y claves para “salvarla” del hurto en gestación, y cae hasta el mismísimo Emilio Tapia.
Y, a propósito, en estos momentos de riesgo latente, cuando una palabra de más puede equivaler a un millón de pesos menos en tu cuenta- uno, más que nunca, debería convertirse, literalmente, en una “tapia” (no hablar, no decir nada) pero con teléfono en mano, por si acaso nos llama algún conocido.
Post-it. Érase una vez un inepto y pernicioso embajador quien, ya cansado de la dolce vita recorriendo la Vía Armando Benedetto, de Roma, decide regresar al país para aceitar su continuidad en la burocracia del próximo gobierno, muy impune y muy orondo…